Del libro
“Comienza siempre de Nuevo” de Jorge Bucay
Había una vez un rey muy poderoso que vivía muy triste y tenía un criado
que parecía estar siempre muy feliz.
Todas las mañanas despertaba al rey y le llevaba el desayuno, cantando
alegres coplas de juglares. En su cara se dibujaba una gran sonrisa. El rey lo miraba complacido
y con no poca sorpresa, ya que su actitud ante la vida era siempre así, serena
y alegre.
Un día, sin ningún motivo aparente, la complacencia y sorpresa real se
transformaron en envidia y el monarca mandó llamar a su sirviente para exigirle
que le contara el secreto de su alegría.
Al paje jamás se le ocurriría mentir, así que, con toda sinceridad,
contestó que no había tal secreto.
–
Es que no tengo razones para estar triste, Majestad – se animó a decir –. Su
alteza me honra permitiéndome atenderle.
Tengo a mi esposa y a mis hijos viviendo en la casa que la corte nos ha
asignado. Nos visten y nos alimentan. Si
Alteza me premia de vez en cuando… ¿Cómo
podría quejarme?
Sin
poder comprender lo que sucedía, el soberano despidió, casi enojado, al
paje. ¿Cómo podía ser feliz viviendo de
prestado, usando ropa vieja y alimentándose de las sobras de los cortesanos?
Cuando se calmó, llamó al más sabio de sus consejeros, le explicó la
conversación que había mantenido y le pidió una explicación.
–
Lo que sucede, Alteza, es que él está fuera del círculo del 99.
–
El círculo del 99 … – repitió el rey–. ¿Y eso lo hace feliz? – preguntó.
–
No. Eso es lo que no lo hace infeliz. Sobre todo porque nunca ha entrado.
–
Necesito saber qué círculo es ése – dijo el rey.
–
Solamente podría entenderlo si me dejara mostrárselo con hechos, dejando que su
paje entre en el círculo del que hablamos.
–
Habrá que engañarlo – acotó el rey.
–
No hará falta – dijo el sabio, sin pretender hacerse el intrigante – Si le
damos la oportunidad, entrará por su propio pie.
–
¿No se dará cuenta de que eso significará su infelicidad? – inquirió el rey.
–
Sí, Majestad, pero aun así, entrará en el círculo tóxico para siempre.
Esa noche, según el plan, el sabio fue a buscar al rey. Le había pedido que
trajera una bolsa de cuero con noventa y nueve monedas de oro. Ni una más ni
una menos. Se dirigieron hacia los
patios del palacio y buscaron un escondrijo junto a la casa del sirviente.
Al alba, ataron la bolsa de cuero en la puerta, golpearon con fuerza y
volvieron a esconderse. Desde allí
observaron como el paje salía, veía la bolsa, la agitaba y la apretaba contra
su pecho. Luego, mirando hacia todos los
lados para comprobar que nadie observaba, volvió a entrar en su casa. Desde fuera, los espías oyeron cómo el criado
trancaba la puerta y se asomaron a la ventana para observar la escena. El
hombre había tirado al suelo todo lo que había sobre su mesa, excepto una
vela. Se había sentado y había vaciado
el contenido del saco. Sus ojos no
podían creerlo. ¡Era una montaña de monedas de oro! El paje las tocaba y las
amontonaba. Las acariciaba y hacía que la luz de la vela brillara sobre ellas.
Jugando, empezó a hacer montones mientras sumaba: diez, veinte, treinta,
cuarenta, cincuenta, sesenta… Así, hasta que formó el último montón… ¡Ése tenía
solamente nueve monedas! Su mirada recorrió la mesa buscando la que
parecía faltar. Después, miró por el
suelo y, finalmente, en la bolsa. Puso
el último montón al lado de los otros y vio que era más bajo.
– ¡Me han robado! – gritó por fin – ¡Me han robado una moneda! ¡Malditos!
Él, que nunca había tocado una moneda de oro en su vida, él, que había
recibido una montaña de ellas como regalo inesperado: él, que tenía ahora en
sus manos esa fortuna enorme, sentía que le habían robado.
El rey se asombró al comprobar que, por primera vez, el paje no
sonreía. Una vez más volvió a buscar por
todos sitios la moneda, pero no la encontró.
–
Cien es un número completo – se repetía, mientras, dese la mesa, el décimo y
desigual montoncito de monedas parecía burlarse de él, recordándole que “solo”
había noventa y nueve. El rey y su asesor miraban por la ventana, confirmando
lo que el sabio anunció que pasaría.
El sirviente guardó las monedas en la bolsa y,
mirando hacia todas partes, escondió la bolsa entre la leña. Después, tomó papel y pluma y se sentó a
hacer cálculos: ¿Cuánto tiempo tendría que ahorrar para conseguir su moneda número
cien? Hablaba solo, en voz alta. Estaba
dispuesto a trabajar duro para obtenerla.
Después, no necesitaría volver a trabajar. Con cien monedas de oro, un hombre es
rico. Si trabajaba y ahorraba su salario
y algún dinero extra, en once o doce años podría conseguir la preciada moneda.
“Doce años es mucho tiempo”, pensó.
Quizá su esposa podría trabajar en el
pueblo durante un tiempo. Él mismo podría trabajar, después de terminar su
tarea en palacio. Hizo cuentas: sumando su trabajo en el pueblo y el de su
esposa… en siete años podrían reunir el dinero.
Quizá pudieran vender en el pueblo las sobras de comida… De hecho,
cuanto menos comieran, más cantidad podrían vender. ¿Para qué querían tanta ropa de invierno?
Estaba haciendo calor. ¿Para qué tener más de un par de zapatos? Era un
sacrificio, pero en cuatro años conseguiría la moneda número cien y podría
volver a ser feliz.
El rey y el sabio regresaron al palacio.
En los meses siguientes, el paje llevó adelante sus planes, arruinando su vida,
tal como el sabio había predicho. No pasó
mucho tiempo. El rey terminó despidiendo
al sirviente. No era agradable tener a un paje que siempre estaba malhumorado.
Tú,
yo, y la mayoría de nosotros, hemos sido educados en la creencia de que la
felicidad llegará cuando podamos acceder a “eso” que nos falta… como si siempre
nos faltara algo para estar satisfechos. De más está decir que la sociedad de
consumo se ocupa de perfeccionar la trampa, haciéndonos saber aquello a lo que
deberíamos aspirar si queremos ser felices:
un cuerpo espectacular, una salud perfecta, la juventud eterna, el amor
incondicional… En épocas en las que deberemos volver a aceptar algunas
limitaciones (especialmente económicas), sería bueno no sobrevalorar lo que nos
falta para no despreciar lo que tenemos.
Reconocer que, como en el cuento, las noventa y nueve monedas son ya un
tesoro. Sin quererlo, sin forzarlo, sin
pensarlo, sin planearlo, este cambio será capaz de volvernos más serenos, más
agradecidos, más solidarios y seguramente, también más felices.
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