sábado, 24 de abril de 2021

 

Del Libro “Don Luis una vida con valor y valores” de  Alicia Campos

 


 Ya antes Luis le había dado una lección de respeto a una de sus hijas, donde le indicaba que ni la falta de preparación, ni el nivel social, son motivo de falta de respeto.

-  Por ejemplo, ¿tú crees que el presidente de la República merece más respeto que un taquero?

-  Pues…. ¡es el presidente! – contestó ella, sin contestar directamente la pregunta, pues sabía que por ser el señor presidente debía recibir más atenciones.

-  Sí, es el presidente, pero ahora contéstame, ¿crees que el presidente pueda hacer los tacos tan bien como el taquero?

-  ¡No, claro que no! – dijo en tono de burla.

- ¿Y crees que el taquero pueda ejercer las funciones de presidente?

-  ¡Menos!

-   Ese es el punto, que cada quien es bueno en lo suyo, y no por eso son más ni menos, simplemente son seres únicos que merecen respeto.

-  Ya entendí.  Quieres decir que el presidente tal vez ni sepa destapar una cañería y para esa actividad un plomero es tan importante, que el mismo presidente va a respetar su trabajo, y por lo tanto, su persona, ¿no es así?

-  Exactamente, todos, absolutamente todos somos iguales como seres humanos, y tenemos las mismas capacidades, pero no todos las desarrollamos igual.  Sin embargo, eso no nos hace ser más ni menos que los demás, sólo diferentes, y todos merecemos el mismo trato.


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Del Libro: “Cuentos para pensar” de Jorge Bucay

 

Del Libro:  “Cuentos para pensar”  de  Jorge Bucay

 


Había una vez un señor que vivía como lo que era:

Una persona común y corriente.

Un buen día, misteriosamente, notó que la gente empezó a halagarlo diciéndole lo alto que era:

-          ¡Qué alto estás!

-          ¡Cómo has crecido!

-          Te envidio la altura que tienes…

Al principio esto lo sorprendió, así que, durante unos días, notó que se miraba de reojo al pasar frente a los escaparates de los negocios y en los espejos del metro…

Pero el hombre siempre se veía igual, ni tan alto ni tan bajo….

Él trató de restarle importancia, pero cuando después de unas semanas, notó que tres de cada cuatro personas lo miraban desde abajo, empezó a interesarse en el fenómeno.

El señor compró un metro para medirse.  Lo hizo con método y minuciosidad, y después de varias mediciones y revisiones, confirmó que su estatura era la de siempre.

Los otros seguían admirándolo:

-          ¡Qué alto estás!

-          ¡Cómo has crecido!

-          Te envidio la estatura que tienes…

El hombre empezó a pasar largas horas delante del espejo mirándose.  Trataba de confirmar si era realmente más alto que antes.

No había caso: él se veía normal, ni tan alto ni tan bajo.

No contento con eso, decidió marcar, con un gis en la pared, el punto más alto de su cabeza (tendría así una referencia confiable de su evolución).

La gente insistía en decirle:

-          ¡Qué alto estás!

-          ¡Cómo has crecido!

-          Te envidio la estatura que tienes…

… y se inclinaban para mirarlo desde abajo.

Pasaron los días.

Varias veces el hombre volvió a marcar con gis la pared, pero su marca estaba siempre a la misma altura.

El hombre empezó a creer que se estaban burlando de él, así que, cada vez que alguien le hablaba sobre alturas, este cambiaba de tema, lo insultaba o simplemente se iba sin decir una palabra.

De nada sirvió…. la cosa seguía.

-          ¡Qué alto estás!

-          ¡Cómo has crecido!

-          Te envidio la estatura que tienes…

El hombre era muy racional y todo esto, pensó, debía tener una explicación.

Tanta admiración recibía y era tan lindo recibirla que el hombre deseó que fuera cierto…

Y un día se le ocurrió que quizá… sus ojos lo engañaban.

Él podría haber crecido hasta ser un gigante y por algún conjuro o hechizo, ser el único que no lo podía ver…

- ¡Eso! ¡Eso debía de ser lo que estaba pasando! – montado en esta idea, el señor empezó a vivir, desde entonces, un tiempo glorioso.

Disfrutaba de las frases y las miradas de los otros.

-          ¡Qué alto estás!

-          ¡Cómo has crecido!

-          Te envidio la estatura que tienes…

Había dejado de sentir ese complejo de impostor que tan mal lo tenía.

Un día sucedió el milagro.

Se paró frente al espejo y realmente le pareció que había crecido.

Todo empezaba a aclararse.  El hechizo había terminado, ahora él también podía verse más alto.

Se acostumbró a pararse más erguido.

Caminaba tirando la cabeza para atrás.

Usaba ropa que lo hacía más estilizado y se compró varios pares de zapatos con plataformas.

El hombre empezó a mirar a los otros desde arriba.

Los mensajes de los demás se transformaron en asombro y admiración.

-          ¡Qué alto estás!

-          ¡Cómo has crecido!

-          Te envidio la estatura que tienes…

El señor pasó del placer a la vanidad y de ésta a la soberbia sin solución de continuidad.

Ya no discutía con quien le decía que era alto, más bien avalaba su comentario e inventaba algún consejo sobre cómo crecer rápidamente.

Así pasó el tiempo, hasta que un día… se cruzó con el enano.

El señor vanidoso se apuró a pararse a su lado, imaginando anticipadamente sus comentarios, se sentía más alto que nunca…

Pero, para su sorpresa, el enano permaneció en silencio.

El señor vanidoso carraspeó, pero el enano no pareció registrarlo.  Y aunque se estiró y estiró hasta casi desarticular su cuello, el enano se mantuvo impasible.

Cuando ya no pudo más, le susurró:

- ¿No te sorprende mi gran altura?  ¿No me ves gigantesco?

El enano lo miró de arriba abajo, lo volvió a mirar y con escepticismo dijo:

- Mire, desde mi altura todos son gigantes y la verdad es que desde aquí, usted no me parece más gigante que otros.

El señor vanidoso lo miró despectivamente y como único comentario le gritó:

- ¡Enano!

Volvió a su casa, corrió hacia el gran espejo de la sala y se paró frente a él….

No se vio tan alto y como esa mañana.

Se paró junto a las marcas en la pared.

Marcó con gis su altura, y la marca…

¡Se superpuso a todas las anteriores!...

Tomó el metro y temblorosamente se midió, con firmando lo que ya sabía:

No había crecido ni un milímetro…

Nunca había crecido ni un milímetro…

Por primera vez en mucho tiempo volvió a verse uno más, uno igual a todos los otros.

Volvió a sentirse de su altura:  ni alto ni bajo.

¿Qué iba a hacer ahora cuando se encontrara con los demás?

Ahora él sabía que no era más alto que nadie.

El señor lloró.

Se metió en la cama y creyó que no iba a salir nunca más de su casa.

Estaba muy avergonzado de su verdadera altura.

Miró por la ventana y vio a la gente de su barrio caminar frente a su casa…

… ¡todos le parecían tan altos!

Asustado volvió a correr para ponerse frente al espejo de la sala, esta vez para comprobar si no se había achicado.

No.  Su altura parecía la de siempre….

Y entonces comprendió….

Cada uno ve a los demás mirándolos desde arriba o desde abajo.

Cada uno ve a los altos o a los bajos según su propia posición en el mundo,

Según su limitación,

Según su costumbre,

Según su deseo,

Según su necesidad….

 

El hombre sonrió y salió a la calle.

Se sentía tan liviano que casi flotaba por la vereda.

El señor se encontró con cientos de otros que lo encontraron gigante y algunos otros que lo vieron insignificante, pero ninguno de ellos consiguió inquietarlo.

Ahora él sabía que era uno más.

Uno más….

Como todos….

 

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sábado, 17 de abril de 2021

 

Del libro “Sanando las heridas del alma”  de  Rafael Ayala





Rebeldía y agresividad

 

La amargura también se manifiesta a través de rebeldía y agresividad.  La agresividad no es solamente violencia física.  También podemos atentar contra los demás con nuestra vestimenta, la manera de hablar y con actitudes que sabemos que los molestan. En ocasiones la búsqueda frenética del éxito es una forma de agresión.  Hay quienes dedican su vida a superarse material o socialmente para demostrar a quienes les dañaron que merecían su respeto y admiración.

Estas personas son movidas en su interior más por un deseo de venganza que de superación.  Invierten su tiempo y esfuerzo en sobresalir para llamar la atención de quienes les aplastaron o fueron indiferentes ante sus necesidades emocionales.  Los estilos de obtener el reconocimiento de sus “ofensores”  varían dependiendo de la cultura de cada individuo.  Algunos lo hacen alcanzando puestos de eminencia o riqueza económica.  Otros lo intentan mediante acciones suicidas o terribles crímenes que les permitan ser protagonistas y llamar la atención.  En ocasiones la rebeldía se disfraza de justicia.  Esto sucede cuando detrás de los intentos por establecer equidad está el deseo de vengarse por haber sido rechazado.

 Buscar soluciones no culpables

Las actitudes que lastiman a la gente pueden ser planteadas o no, pero el resultado es el mismo.  Cuando alguien nos rechaza no necesariamente tiene la intención de hacerlo.  Esto es similar a cuando ocurre un accidente y alguien sale lesionado.  Lo más importante no es quién provocó la tragedia, sino atender a las personas que resultaron heridas.  Quizás quien generó el percance jamás se enteró de lo sucedido.  Pero es un hecho que alguien salió lastimado y hay que sanarle.

Cuando reflexionamos sobre nuestro pasado encontramos seres humanos que nos rechazaron.  Incluso algunos de ellos quizá lo hicieron con intención.  A pesar de ellos nuestro enfoque debe estar en qué podemos hacer para salir adelante a pesar de lo sucedido, no en a quién debemos responsabilizar.  Buscar culpables no resuelve el problema, sólo agrega rencor al pesado costal que cargamos.  


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Del Libro “Sobre la alas del dragón rojo”  de  Ricardo Homs Quiroga




 

LA EDUCACIÓN

 

El castigo no siempre educa….

Cuando descargamos nuestra ira

en quien educamos,

realizamos una agresión

que lastima y genera rencores.

 

El castigo que educa

es el que hace sufrir a quien lo aplica

y lo lleva a compartir el dolor de quien lo recibe.

 

El castigo, para que eduque,

debe tener el mismo significado

para las dos personas involucradas:

en quien lo sufre,

el deseo de renunciar

a repetir el mismo error.

En quien lo aplica,

la conciencia de que se actúa con justicia,

en beneficio del educando.

 

R.H.

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