viernes, 1 de diciembre de 2023

 Del libro  “Dios nunca parpadea”  de Regina Brett

 

Puedes sobrevivir a todo lo que la vida ponga a tu paso, si te mantienes en el presente.

 




Hubo un tiempo en mi vida – años, en realidad –, en que la gente me paraba en la calle y me preguntaba si estaba bien.

Yo solía caminar con la cabeza hacia abajo, con el abrigo abierto en un frío día de nieve y viento, sin guantes, sin gorro, sin bufanda.  Parecía ser huérfana de la vida, como si no tuviera un solo amigo en el mundo, como si hubiera perdido a mi mejor amigo. La gente me paraba para preguntarme:

- ¿Tienes un mal día?

Yo movía la cabeza y respondía:

- No, tengo una mala vida – y lo decía en serio.

Nadie tiene una mala vida, en realidad.  Ni siquiera un mal día, sólo malos momentos.

Años de terapia y reuniones de rehabilitación me curaron.  Más tarde, años de retiros espirituales me transformaron, cerrando el agujero en mí, para que el amor que fluía desde la familia y los amigos ya no se fugara.  Después, llegó el hombre de mis sueños.  Más amor del que mi corazón podía contener empezó a desbordarse y derramarse hacia los demás.

Me deleitaba en una casi constante conciencia de que la vida es buena.  Me tomó décadas de trabajo arduo, pero estaba en un nuevo lugar.  Amaba la vida y la vida me amaba a mí.  Visualicé el futuro de mis sueños: enseñar, irme de retiro, escribir libros, tener una columna sindicada.  Devolver todos los regalos que la vida me ha dado.

Pero después vino el cáncer.

No es necesario decir que la enfermedad no estaba en mi visualización.  El cáncer de mama me sumergió en un interminable sufrimiento que excedió casi cualquier cosa de mi pasado. Cada día tenía una elección: regodearme en la miseria de los tratamientos o buscar la alegría por el simple hecho de estar viva.

No fue fácil.

Era como un libro viviente de ¿Dónde está Waldo? En vez de buscar al tipo extraño con el sombrero de rayas, yo trataba de descifrar dónde encontrar algo bueno en un día en que la comida sabía a metal, los alimentos no se quedaban en el estómago, las personas veían mi cabeza sin pelo y la mujer en el espejo no reconocía su propio reflejo.

El tratamiento no era tan malo como mi actitud hacia él.  Yo sufría porque no estaba viviendo.

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