La fisiología del
miedo y del amor
Ante una situación de mucha tensión, ¿has
sentido náuseas o has tenido diarrea o un fuerte dolor de cabeza? ¿Has sentido el corazón desbocado y el pulso
acelerado? ¿Has tenido la impresión de
que, si fuera necesario, podrías luchar contra un gigante? Estos son algunos de los signos de la
sobreexcitación producida por el impulso de “luchar o huir” que identificara por primera vez el
doctor Walter Cannon en 1914. El
mecanismo de esta reacción de luchar o huir nos revela la manera que tiene de
afectar al cuerpo el temor, que es
la emoción que está en la base de la agresividad,
la rabia, el resentimiento, la vergüenza
y la culpa.
Cuando se activa esta reacción de lucha o
huida, se alteran las funciones de digestión, asimilación y eliminación, ya que
se cierran los vasos sanguíneos del estómago y los intestinos. Aumenta el flujo sanguíneo hacia los grupos
de músculos grandes, el cerebro, el corazón y los pulmones. Se eleva la presión arterial; se acelera el pulso y el ritmo cardiaco;
cambia la composición bioquímica de la sangre; se produce una gran cantidad de
adrenalina y noradrenalina, que son las hormonas del estrés, y éstas se liberan
al torrente sanguíneo junto con azúcares y ácidos grasos para servir de
combustible a la actividad muscular.
Todos estos cambios son reacciones sanas
que preparan al cuerpo para actuar rápido en situaciones de urgencia, para
entrar en combate o huir. En los pueblos
primitivos esta reacción era esencial para la supervivencia, para defenderse de
los peligros de vivir en la naturaleza en medio de animales salvajes y otros
depredadores. Actualmente, esta reacción
de lucha o huida sigue siendo necesaria cuando tenemos que reaccionar
rápidamente ante situaciones de urgencia, como, por ejemplo, para saltar y
quitarse del camino de un coche o un autobús.
No obstante, rara vez la necesitamos para una verdadera supervivencia
física en la vida cotidiana. En todo
caso, muchos de nosotros continuamos experimentando esta reacción física con
bastante frecuencia, nos demos cuenta de ello o no. Esos mismos cambios se producen en el cuerpo
cuando nos sentimos amenazados por un comentario del jefe, y cuando deseamos
que se parte del camino el coche que va delante, o romperle la cara a alguien
por la forma en que nos mira o por lo que ha dicho o hecho. En muchos encuentros de la vida diaria
solemos percibir a los demás como una amenaza, como enemigos o depredadores.
Ni siquiera es necesaria la presencia de la
persona o circunstancia que nos fastidia o nos hace sentir amenazados para que
esa reacción se active. El
sistema nervioso no distingue entre los acontecimientos que están ocurriendo en
el momento y los que revivimos en la mente, por lo cual no solo experimentamos
una tensión emocional y física cada vez que nos enfadamos, sino también cada
vez que recordamos la experiencia que nos produjo la rabia, si aún no la hemos
solucionado.
Tómate un tiempo y trata de recordar alguna
ocasión en que estabas a salvo en tu casa y te despertaste con un sobresalto
por un sueño aterrados. Recuerda cómo te
sentías al despertar. Tal vez te latía
rápidamente el corazón y tenías los músculos tensos y las mandíbulas
apretadas. Quizá sudabas, te invadía el
pánico, tenías los nervios a flor de piel o el pulso acelerado, aunque sólo
habías estado durmiendo.
Tu sistema nervioso no sabía que estabas a
salvo en tu cama. Para él te encontrabas
en un verdadero peligro. Por lo tanto,
te preparó el cuerpo para luchar o escapar.
De la misma manera, el sistema nervioso tampoco sabe que la
circunstancia real ya ha pasado cuando, después de marcharse de la oficina, uno
revive mentalmente una pelea que tuvo con su jefe, o cuando evoca la rabia que
sintió en su infancia al ser tratado injustamente, o recuerda una situación en
que se sintió víctima y continúa sintiéndose así una y otra vez. Es suficiente recordar un encuentro
doloroso del pasado o imaginarse una situación conflictiva en el futuro para
que se active esa reacción de lucha o huida. Cuando nos aferramos a la rabia, el sistema nervioso recibe
continuamente la señal para que se prepare a luchar o escapar, aun cuando no haya ninguna pelea que enfrentar ni
ningún lugar adonde huir.
Los efectos dañinos de este mecanismo se
producen cuando estos cambios fisiológicos, cuyo fin es disponernos a afrontar
situaciones urgentes y de corta duración, se convierten en reflejos rutinarios
antes encuentros cotidianos. Un
ser humano que está siempre acelerado es como un coche que se deja siempre con
el motor en marcha, hasta cuando está estacionado. Ciertamente que el motor se
va a calentar, desgastar y estropear con más frecuencia que el de un coche que
tiene la oportunidad de descansar.
Para estar sanos, todos necesitamos disponer de momentos para relajarnos
y olvidarnos de los conflictos interiores, con el fin de que el cuerpo y la
psique puedan descansar y renovarse.
Cómo y dónde se deteriora el cuerpo es algo
muy personal. Lógicamente el entorno, el
apoyo social, los genes y otras variables son factores importantes, pero cuando
nos enfrentamos a un estrés crónico con el que no sabemos muy bien cómo
arreglárnoslas, todos somos propensos a debilitarnos o perder vitalidad de un
modo u otro. Hay personas que son más
vulnerables emocionalmente durante las épocas de estrés, propensas a las crisis de depresión, letargo, indecisión u hostilidad. Otras son más
propensas a los trastornos físicos. Las
zonas vulnerables pueden ser las articulaciones,
los músculos, el sistema respiratorio, algún o algunos órganos internos o el sistema inmunitario. Entre los síntomas están los dolores de
cabeza crónicos, las irritaciones de la piel, las molestias
gastrointestinales, el cáncer, el herpes, la hipertensión,
las enfermedades coronarias, etc.
Y hay también personas que son vulnerables tanto emocional como
físicamente….
Saber que el estado emocional influye en el
bienestar físico nos ofrece la oportunidad de echar un vistazo a nuestra vida
cuando aparecen los síntomas; de
observar, con amabilidad y sin juzgar, si hay repetidos pensamientos,
percepciones y emociones de temor que podrían estar contribuyendo al trastorno
físico. Es útil reflexionar sobre las
siguientes preguntas: ¿Me siendo muy
culpable? ¿Me ata a alguien el
resentimiento? ¿Me beneficiaría perdonar
a alguna persona? ¿Hay algo que necesito
aceptar o liberar en mi vida? ¿Hay
viejas heridas emocionales que claman ser curadas? ¿Me estará diciendo el
cuerpo que es hora de decir “no” a ciertas cosas y “si” a otras?
En lugar de ser unas víctimas pasivas de la
enfermedad, tenemos la oportunidad de participar en el proceso de nuestra
curación. Esto incluye buscar no sólo la
atención médica más efectiva, sino
también el apoyo emocional y espiritual
que nos ayude a sanar el dolor y el temor que impiden el paso a la conciencia
de nuestra fuerza interior y de la fe, la alegría, la
comprensión, la compasión y el amor que siempre son la curación definitiva.
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