martes, 26 de julio de 2016

Del Libro “Perdonar” de Robin Casarjian




La fisiología del miedo y del amor



Ante una situación de mucha tensión, ¿has sentido náuseas o has tenido diarrea o un fuerte dolor de cabeza?  ¿Has sentido el corazón desbocado y el pulso acelerado?  ¿Has tenido la impresión de que, si fuera necesario, podrías luchar contra un gigante?  Estos son algunos de los signos de la sobreexcitación producida por el impulso de “luchar  o huir” que identificara por primera vez el doctor Walter Cannon en 1914.  El mecanismo de esta reacción de luchar o huir nos revela la manera que tiene de afectar al cuerpo el temor, que es la emoción que está en la base de la agresividad, la rabia, el resentimiento, la vergüenza y la culpa.

Cuando se activa esta reacción de lucha o huida, se alteran las funciones de digestión, asimilación y eliminación, ya que se cierran los vasos sanguíneos del estómago y los intestinos.  Aumenta el flujo sanguíneo hacia los grupos de músculos grandes, el cerebro, el corazón y los pulmones.  Se eleva la presión arterial;  se acelera el pulso y el ritmo cardiaco; cambia la composición bioquímica de la sangre; se produce una gran cantidad de adrenalina y noradrenalina, que son las hormonas del estrés, y éstas se liberan al torrente sanguíneo junto con azúcares y ácidos grasos para servir de combustible a la actividad muscular.

Todos estos cambios son reacciones sanas que preparan al cuerpo para actuar rápido en situaciones de urgencia, para entrar en combate o huir.  En los pueblos primitivos esta reacción era esencial para la supervivencia, para defenderse de los peligros de vivir en la naturaleza en medio de animales salvajes y otros depredadores.  Actualmente, esta reacción de lucha o huida sigue siendo necesaria cuando tenemos que reaccionar rápidamente ante situaciones de urgencia, como, por ejemplo, para saltar y quitarse del camino de un coche o un autobús.  No obstante, rara vez la necesitamos para una verdadera supervivencia física en la vida cotidiana.  En todo caso, muchos de nosotros continuamos experimentando esta reacción física con bastante frecuencia, nos demos cuenta de ello o no.  Esos mismos cambios se producen en el cuerpo cuando nos sentimos amenazados por un comentario del jefe, y cuando deseamos que se parte del camino el coche que va delante, o romperle la cara a alguien por la forma en que nos mira o por lo que ha dicho o hecho.  En muchos encuentros de la vida diaria solemos percibir a los demás como una amenaza, como enemigos o depredadores.

Ni siquiera es necesaria la presencia de la persona o circunstancia que nos fastidia o nos hace sentir amenazados para que esa reacción se active.  El sistema nervioso no distingue entre los acontecimientos que están ocurriendo en el momento y los que revivimos en la mente, por lo cual no solo experimentamos una tensión emocional y física cada vez que nos enfadamos, sino también cada vez que recordamos la experiencia que nos produjo la rabia, si aún no la hemos solucionado.
Tómate un tiempo y trata de recordar alguna ocasión en que estabas a salvo en tu casa y te despertaste con un sobresalto por un sueño aterrados.  Recuerda cómo te sentías al despertar.  Tal vez te latía rápidamente el corazón y tenías los músculos tensos y las mandíbulas apretadas.  Quizá sudabas, te invadía el pánico, tenías los nervios a flor de piel o el pulso acelerado, aunque sólo habías estado durmiendo.

Tu sistema nervioso no sabía que estabas a salvo en tu cama.  Para él te encontrabas en un verdadero peligro.  Por lo tanto, te preparó el cuerpo para luchar o escapar.  De la misma manera, el sistema nervioso tampoco sabe que la circunstancia real ya ha pasado cuando, después de marcharse de la oficina, uno revive mentalmente una pelea que tuvo con su jefe, o cuando evoca la rabia que sintió en su infancia al ser tratado injustamente, o recuerda una situación en que se sintió víctima y continúa sintiéndose así una y otra vez.  Es suficiente recordar un encuentro doloroso del pasado o imaginarse una situación conflictiva en el futuro para que se active esa reacción de lucha o huida.  Cuando nos aferramos a la rabia, el sistema nervioso recibe continuamente la señal para que se prepare a luchar o escapar, aun cuando no haya ninguna pelea que enfrentar ni ningún lugar adonde huir.
Los efectos dañinos de este mecanismo se producen cuando estos cambios fisiológicos, cuyo fin es disponernos a afrontar situaciones urgentes y de corta duración, se convierten en reflejos rutinarios antes encuentros cotidianos.  Un ser humano que está siempre acelerado es como un coche que se deja siempre con el motor en marcha, hasta cuando está estacionado. Ciertamente que el motor se va a calentar, desgastar y estropear con más frecuencia que el de un coche que tiene la oportunidad de descansar.  Para estar sanos, todos necesitamos disponer de momentos para relajarnos y olvidarnos de los conflictos interiores, con el fin de que el cuerpo y la psique puedan descansar y renovarse.

Cómo y dónde se deteriora el cuerpo es algo muy personal.  Lógicamente el entorno, el apoyo social, los genes y otras variables son factores importantes, pero cuando nos enfrentamos a un estrés crónico con el que no sabemos muy bien cómo arreglárnoslas, todos somos propensos a debilitarnos o perder vitalidad de un modo u otro.  Hay personas que son más vulnerables emocionalmente durante las épocas de estrés, propensas a las crisis de depresión, letargo, indecisión u hostilidad.  Otras son más propensas a los trastornos físicos.  Las zonas vulnerables pueden ser las articulaciones, los músculos, el sistema respiratorio, algún o algunos órganos internos o el sistema inmunitario.  Entre los síntomas están los dolores de cabeza crónicos, las irritaciones de la piel, las molestias gastrointestinales, el cáncer, el herpes, la hipertensión, las enfermedades coronarias, etc.  Y hay también personas que son vulnerables tanto emocional como físicamente….

Saber que el estado emocional influye en el bienestar físico nos ofrece la oportunidad de echar un vistazo a nuestra vida cuando aparecen los síntomas;  de observar, con amabilidad y sin juzgar, si hay repetidos pensamientos, percepciones y emociones de temor que podrían estar contribuyendo al trastorno físico.  Es útil reflexionar sobre las siguientes preguntas: ¿Me siendo muy culpable?  ¿Me ata a alguien el resentimiento?  ¿Me beneficiaría perdonar a alguna persona?  ¿Hay algo que necesito aceptar o liberar en mi vida?  ¿Hay viejas heridas emocionales que claman ser curadas? ¿Me estará diciendo el cuerpo que es hora de decir “no” a ciertas cosas y “si” a otras?
En lugar de ser unas víctimas pasivas de la enfermedad, tenemos la oportunidad de participar en el proceso de nuestra curación.  Esto incluye buscar no sólo la atención médica más efectiva, sino también el apoyo emocional y espiritual que nos ayude a sanar el dolor y el temor que impiden el paso a la conciencia de nuestra fuerza interior  y de la fe, la alegría, la comprensión, la compasión y el amor que siempre son la curación definitiva.



 .

No hay comentarios:

Publicar un comentario