Del libro "EXHALA" de Gaby Vargas
CUANDO TODO ESTÁ BIEN
Un mes antes de conocer tu enfermedad, salí en bicicleta a
dar una vuelta al campo. En el camino vi los árboles, las flores
silvestres, escuché los pájaros, vi las nubes en un cielo claro,
tantas cosas por las que me sentí agradecida.
"Gracias Dios por mi vida, por mi
familia, por mi trabajo, por estar viva" clamaba por
dentro. Todo era perfecto a pesar de las nimiedades cotidianas que la mente
suele amplificar. Hasta que la muerte ronda por tus territorios, te percatas de
que todas las tonterías por las que antes te quejabas son ridículas e
irrelevantes.
Dos meses después, enterada ya de tu cáncer, recorrí ese
mismo camino montada en mi bicicleta. Me detuve a la mitad, me bajé para
sentarme en la tierra. Un dolor profundo exigía salir de mi cuerpo. Por primera
vez, me doblé del llanto, de ese que sale del estómago. Intuía que era el
principio del final. Lloré como hacía mucho no lo hacía, comencé a sentir
nostalgia anticipada. Era el inicio de la pérdida de nuestras vidas, pues ya no
serían igual que antes; pérdida de algo tan valioso y que nunca valoramos lo
suficiente: la salud; perdida del "nosotros" ante la
separación inminente de los dos, idea que me quitaba de la mente como un mal
pensamiento.
Lloré hasta encontrar alivio. Me percaté de cuánto mejor es
abrirle paso al dolor, permitir que fluya — a solas o acompañado. Reprimirlo,
como lo había hecho esos días, sólo me causaba insomnio y ansiedad.
Cuando todo está bien, deberíamos de agradecerlo de
rodillas. Cuando el resultado de tus análisis sale normal, cuando tu
hijo regresa con bien de la escuela, cuando te acuestas sin ningún dolor en el
cuerpo, cuando puedes hablarle a tu mamá por teléfono, cuando un amigo te
busca, cuando tus hijos te llaman para preguntar cómo estás, cuando tienes
trabajo, en fin, tantas y tantas cosas que en su momento no apreciamos, es
lo que hace que la vida valga la pena. ¿Por qué en su ausencia, es cuando
valoramos?
