Del libro
“Psicología del Mexicano en el trabajo” de Mauro Rodríguez y Patricia Ramírez.
La contraparte: los directivos
Como habíamos mencionado, en nuestra tradición laboral el hacendado, dueño y señor de todo, albergaba en sí mismo todo el poder y todo el saber. Los trabajadores debían obedecer y cumplir sus órdenes; a cambio recibían protección, casa y hasta podían utilizar un pedazo de tierra para cultivar y tener sus propios animales. Esta forma de relación dueño-trabajador conformó la cultura del poderoso-generoso y del poderoso-explotador a quien debían respetar, so pena de ser expulsados de la hacienda el trabajador y su familia, lo que equivalía a quedar en el desamparo absoluto. De ahí se deriva la conducta de quedar bien con el de arriba (gobernante, empresario, jefe, político, profesor y maestro), y la de éste de manipular, aprovechar y mantener la relación de dependencia. El que no está con el patrón está contra él. No se aceptan las divergencias, el que lo hace es considerado rebelde y merece ser castigado.
Con estos antecedentes, unidos al bajo concepto
que tenemos los mexicanos de lo nuestro, se
dificulta que los patrones, empresarios o directivos valoren a quienes
dedican sus esfuerzos al logro de los objetivos de la empresa: “para eso se
les paga”, dicen, reforzando la creencia de que lo único que una
persona puede obtener por su trabajo es dinero.
El liderazgo que se ejerce es de tipo
autoritario-duro o paternalista, que mantiene al personal en actitud de dependencia y de inferioridad,
y que menosprecia sus aportes y
habilidades. Este liderazgo lo hemos
aprendido muy bien desde épocas prehispánicas.
En el liderazgo
autoritario se abusa del poder económico, de los patrones culturales de obediencia,
de la necesidad de ser aceptado, del concepto de respeto a la
autoridad y de la cultura de sometimiento. Existe la idea equivocada de que para lograr
que las personas trabajen bien, hay que manipularlas, hacerlas creer en promesas
falsas, como el arriero que usa una vara con una zanahoria en un extremo y
que la coloca frente al animal para que camine.
En muchas
empresas mexicanas existe un alto grado de centralización
del poder, de la información y de la toma de decisiones, ya que se desconfía de la
capacidad de las personas en los niveles inferiores para actuar por sí mismas.
La supervisión y
el control son estrechos, y la participación del trabajador se limita a
cumplir órdenes, a menudo carentes de significado para él.
En estas empresas
existe gran cantidad de normas, políticas, reglas y procedimientos a los
cuales no sólo se le da demasiada importancia, sino que, muchas veces, se
convierten en los objetivos mismos de la empresa; sin embargo, ello desplaza lo
fundamental, entre lo que se halla el cumplimiento de metas, el mejoramiento de
la calidad, el aumento de la productividad y el valor mismo de los productos o
servicios que resultan del trabajo.
Las
comunicaciones son descendentes y verticales, lo que incrementa la dificultad de la integración de equipos,
la percepción completa de los objetivos y el involucramiento de los
trabajadores en los procesos productivos.
El resultado es la competencia interna y el trabajo poco significativo,
monótono y descuidado.
Asimismo, hay una
gran cantidad de sanciones y castigos
para quienes violan las normas y reglas; en contraste, hay muy pocas formas de reconocimiento al esfuerzo.
Lo que es peor, a
veces se otorgan premios y recompensas de manera irracional; en algunos
casos es el mismo sindicato quien propone a los candidatos, basando su decisión
en el amiguismo y en apreciaciones subjetivas que deprimen a los buenos trabajadores.
Tanto directivos
como sindicatos se olvidan de buscar caminos para otorgar en forma objetiva
reconocimientos al esfuerzo y a la dedicación al trabajo, que pueden ir desde
la simple observación del trabajo bien
hecho hasta el otorgamiento de estímulos
económicos y de reforzadores
sociales.
La queja frecuente de los
trabajadores es que cuando cometen errores hay sanciones y cuando el trabajo
está bien hecho nadie lo nota. Se olvida que los verdaderos factores motivadores son, como lo ha
comprobado el doctor Frederick Harzberg, el
reconocimiento, el logro, el progreso, el crecimiento
y, en general, los factores intrínsecos al trabajo. Estos elementos son los que contribuyen a
la satisfacción en el trabajo, las
prestaciones, las buenas relaciones con los compañeros o el jefe, la seguridad
en el empleo y el sueldo en realidad no contribuyen a la satisfacción dentro
del trabajo, porque casi siempre se otorgan por igual a todos los trabajadores,
lo hagan bien o lo hagan mal. Aunque
éstos son factores necesarios para una organización sana, no son motivadores
intrínsecos.
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