Del libro “Hijos
tiranos o débiles dependientes” de Martha Alicia Chávez
¿HAY QUE DEFENDER A LOS NIÑOS?
Cuando un niño es
molestado por otro niño, las cosas serán diferentes. Es bien común encontrar estos casos en
prácticamente todas las escuelas, situaciones en las que un niño o grupo de
niños molesta a otro repetidamente, burlándose y humillándolo. Si los padres le dijeran a ese niño: “Voy a ir a hablar con tu compañero y a
ponerlo en su lugar”, el niño respondería sin duda: “¡No, por favor, no lo hagas!” Y tiene razón, porque eso en cierta
forma lo pondría en ridículo y puede resultar contraproducente, al reforzar aún
más las burlas y las agresiones. Sólo en el caso de que éstas pongan en
peligro el bienestar o hasta la vida del niño, por supuesto que los padres
deben intervenir, hablar con las autoridades escolares y con los padres del o
los agresores para poner fin a la situación.
Pero en los casos
comunes y cotidianos que se ven en las escuelas, hay que enseñar al niño a
defenderse. No hay recetas de cocina o
libro de instrucciones sobre cómo enseñarle o qué debe hacer, porque cada caso
es especial y tiene que ser “diseñado” especialmente para la situación de la
que se trata. Lo que quiero dejar claro
en este punto es que cuando se trata de “niños contra niños”, ellos deben
lidiar, negociar, defenderse y poner límites, pero los padres debemos enseñarles cómo y, sobre todo, hacerles saber que ahí estamos para apoyarlos en lo que necesiten.
A continuación
presentaré un caso de éstos, con el objetivo de plantear una idea general sobre
los posibles manejos de estas situaciones, aunque como siempre, insisto, éstos
son sólo lineamientos que te pueden aportar algunas ideas. Confía en tu propia sabiduría interior, que
te guiará en el proceso de enseñar a tu hijo a defenderse y solucionar la
situación por la que está pasando.
Recuerda que sabes mucho más de lo que crees que sabes.
Un niño de cuarto
de primaria recibía constantes burlas por parte de un grandulón de su
salón. Los aliados del grandulón se
morían de risa por las tonterías que él le decía al niño por ser flaco, por ser
aplicado, por tener la nariz grande y los cabellos rizados, etc. El niño siempre permanecía callado, agachaba
la cabeza y seguía caminando pretendiendo que no oía, mientras el grandulón y
sus aliados caminaban tras él humillándolo y burlándose ruidosamente.
Esta situación le
estaba afectando tanto al niño agredido, que ya no quería asistir a la
escuela. Sus padres estaban muy
preocupados y decidieron buscar ayuda profesional porque se encontraban muy
confundidos sobre lo que era adecuado hacer.
En una sesión de
terapia, le pedía al niño agredido – quien por cierto era muy agudo e
inteligente – que visualizara una de esas escenas en las cuales estaba
sucediendo todo eso que me había contado y que me describiera cómo se veía a sí mismo y cómo se sentía. Me contestó que se veía y se sentía chiquititio,
miniatura, oscuro y percibía a los otros que caminaban tras de él, como si
fueran gigantes enormes y poderosos, y sus risas y voces tenían un altísimo
volumen. Al visualizar la escena sentía
mucho calor y dificultad para respirar, como si no hubiera oxígeno en el aire.
Apliqué una
técnica muy efectiva propuesta por la Programación Neurolingüística, para
modificar la percepción que el niño tiene tanto de sí mismo como de los otros
niños y de la situación. Cambiamos las
imágenes, sonidos, luminosidad, temperatura, sensaciones, sentimientos, etc.,
con el fin de transformar la escena. Modificó la imagen de sí mismo viéndose
grande y lleno de luz, sintiéndose fuerte, valioso y digno. Asimismo, modificó las imágenes de los otros
niños, visualizándolos tan pequeños como pudiera, ajustando la luminosidad de
la escena al punto que le pareciera adecuado y bajando el volumen de sus voces
hasta que no las escuchara más.
Luego de haber
hecho esto, le sugerí una acción específica a tomar a partir del día
siguiente: iba a “espejear” a su
compañero abusador, para que experimentara lo que él siente cuando se burla de
él. “¿Qué defectos tiene el niño
abusador?”, le pregunté. “Tiene los
dientes chuecos y la voz muy chillona”, me respondió. Desde el día siguiente, cada vez que el grandulón lo molestara, él también comenzaría a hacer
bromas sobre sus dientes chuecos y a repetir las mismas palabras que él le
decía, pero arremedando su voz chillona.
Fue increíble el
rápido efecto que este manejo tuvo; tomó sólo dos días para que el niño
abusador se pusiera en paz, puesto que las cosas que el niño le dijo al
grandulón provocaron en sus aliados la misma risa estruendosa y burlona. Al abusador no le gustó en lo absoluto que
esta vez fuera a costa de él y le quedó muy claro que las cosas habían cambiado
y que si seguía fastidiando, también sería fastidiado. Y como era el líder del grupo de latosos, al
dejar de molestar al niño, los demás también dejaron de hacerlo.
Los abusadores de
cualquier edad y de todo tipo no son nada tontos; saben muy bien dónde y cuándo es momento de parar y ese momento es, sin duda alguna, cuando se les ponen límites.