Del Libro “Cómo
curar un corazón roto” de Gaby Pérez Islas
La carta de Tanya
Afuera escucho los coches que pasan o algún claxon lejano. El
mundo sigue, sigue sin mí. Mientras
tanto, este nuevo mundo que ahora es el mío y a la vez me es extraño, me exige
muchas cosas. Hay tanto que no entiendo. Suena una de las alarmas junto a mí. ¿Será eso muy malo? Veo una burbujita que va bajando por el tubo
del suero y se mete en mi cuerpo. Una
vez alguien me dijo que si te entraba aire en el cuerpo te morías. Ojalá no sea cierto. De cualquier manera, lo sabré en unos
minutos…. No pasó nada. No me morí. Pero lo que sí pasa es que no me puedo
dormir. Extraño mi almohada. Estas
almohadas son duras, como que raspan y hacen ruido cada vez que me muevo,
aunque sea un poco. Y yo que quiero
dormir y no puedo, no puedo por más que lo intento. Quiero
escuchar mi música, ver las fotos de mi buró; quiero regresar a casa, ver a
mis hijos. Pero sobre todo, quiero que alguien me toque, pero con
cariño.
Luego llegan dos enfermeras: una me
toma la presión y la temperatura, y otra revisa las soluciones y me pregunta en
voz tan alta que la podría escuchar mi vecino de cuarto: “¿Alguna molestia para orinar? ¿Ha tenido
gases?” A mí se me cae la cara de vergüenza, pero ella no lo notan. Aprovecho cobija para el frío. Me cuesta trabajo articular las palabras, pero me esfuerzo y lo
logro. Anota todo en su hojita y se va
con la cara de gente ocupada y profesional.
Sin embargo, pasa el tiempo y nadie me trae nada.
Si estuviera sana, iría yo misma por mi cobijita. Pero no puedo. Siento enojo, impotencia, quisiera gritarles que soy, que siento, que existo.
Pero luego pienso en estas mujeres, las enfermeras, con su uniforme
impecable, cuidando su cofia y su chongo para verse siempre limpias y pulcras,
y me pregunto cuántas historias no tendrán ellas en su corazón. Me imagino el cansancio y la rutina que han
de vivir y que a veces las obliga a deshumanizarse, porque no saben
dónde poner todo el dolor que les trae encariñarse con un paciente que luego ya
no estará nunca.
Ya se fueron todos y tengo un poco de tiempo de paz para pensar. Veo mis manos,
están moradas por los piquetes que me dieron ayer, las siento entumecidas y
me cuesta trabajo extender los dedos.
Con estas manos estudié mi carrera, he peinado a mis hijas mil veces, he
tocado el piano desde los seis años y he pintado mis mejores cuadros. La mayoría de ellos está en las casas de la
gente que quiero. Hay, hay días en que
me cuesta trabajo sostener un lápiz, se me caen las cosas y aquí en el hospital
me dan de comer en la boca porque me tiro toda la sopa en la bata. Hay días que no puedo sostener la cabeza, que
babeo. Es denigrante. ¡Cómo es
posible, tengo una licenciatura y dos posgrados, y hoy no puedo ni siquiera ir
al baño sola! Me siento tan torpe, tan ajena a mi cuerpo.
Me encantaría que
alguien me platicara o me arrullara con su voz; que me tocaran, no para sentir
mi pulso, sino para decirme que les importa, que me van a ayudar, que voy a
estar bien y que mi vida va a seguir adelante. Porque para mí,
sentirme bien significa volver a correr con
mis hijos, reírme a carcajadas,
tener energía para gozar la vida, enmendar
mis errores, pedir disculpas,
dar las gracias, poder servir a los otros, especialmente a
aquellos que en estos momentos lo han dejado todo para poder cuidar de mí.
Por favor, sé que están muy ocupados, pero quisiera que por un minuto
dejaran de ser los expertos y me
trataran como lo que soy, más allá de una enferma, como una persona. Además de medicamentos y monitores, necesito que me toquen amorosamente, que me llamen por mi nombre y
me regalen una sonrisa. Porque esa es la
medicina que mi espíritu necesita para poder seguir adelante en esta lucha
diaria.
Cuánta razón tiene Tanya.
Los expertos deberíamos preguntar a los pacientes que
necesitan y no asumir que nosotros sabemos lo que les hace
falta. Tendríamos que dejar a un lado
todo lo que menos leído, lo que hemos publicado y lo que creemos saber, para de
verdad ver y escuchar a nuestro
paciente y sus necesidades.
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