jueves, 10 de septiembre de 2020

Del Libro “Cómo curar un corazón roto” de Gaby Pérez Islas

 

Del Libro “Cómo curar un corazón roto”  de  Gaby Pérez Islas

 

La carta de Tanya

 



 Les comparto aquí un fragmento de la carta que Tanya valientemente escribió en una de esas oscuras noches de hospital:

 Es de madrugada.  Estoy enferma, en este hospital, en esta cama.  Una persona de mi familia está dormida en una silla junto a mí.  Tengo frío, pero no quiero despertarla para pedirle una cobija, porque en la noche se levantó mucha veces a ayudarme.  Es de mi familia, la quiero mucho, me duele desvelarla.  Sé que está dejando muchas otras cosas y perdiendo horas de sueño por estar conmigo y me da pena causarle molestias.  A veces, cuando me pregunta si estoy mejor, le miento y le digo que sí.  No quiero angustiarla más.  Otras, siento que se desespera, se enoja, porque las cosas no están saliendo bien.  Yo me enojo con ella por no tenerme paciencia, me enojo conmigo por no estar sana y me enojo con los doctores que no me pueden ayudar, que terminan sus horas de visita y se van a su casa, mientras yo me quedo aquí, en el silencio, solo interrumpido por los quejidos del paciente de junto, por la plática lejana de las enfermeras o por el zumbido de alguna alarma, ya sea la mía o la de mis vecinos.

Afuera escucho los coches que pasan o algún claxon lejano.  El mundo sigue, sigue sin mí.  Mientras tanto, este nuevo mundo que ahora es el mío y a la vez me es extraño, me exige muchas cosas.  Hay tanto que no entiendo.  Suena una de las alarmas junto a mí.  ¿Será eso muy malo?  Veo una burbujita que va bajando por el tubo del suero y se mete en mi cuerpo.  Una vez alguien me dijo que si te entraba aire en el cuerpo te morías.  Ojalá no sea cierto.  De cualquier manera, lo sabré en unos minutos…. No pasó nada.  No me morí.  Pero lo que sí pasa es que no me puedo dormir.  Extraño mi almohada.  Estas almohadas son duras, como que raspan y hacen ruido cada vez que me muevo, aunque sea un poco.  Y yo que quiero dormir y no puedo, no puedo por más que lo intento.  Quiero escuchar mi música, ver las fotos de mi buró; quiero regresar a casa, ver a mis hijos.  Pero sobre todo, quiero que alguien me toque, pero con cariño.

Luego llegan dos enfermeras:  una me toma la presión y la temperatura, y otra revisa las soluciones y me pregunta en voz tan alta que la podría escuchar mi vecino de cuarto:  “¿Alguna molestia para orinar? ¿Ha tenido gases?”  A mí se me cae la cara de vergüenza, pero ella no lo notan.  Aprovecho cobija para el frío.  Me cuesta trabajo  articular las palabras, pero me esfuerzo y lo logro.  Anota todo en su hojita y se va con la cara de gente ocupada y profesional.  Sin embargo, pasa el tiempo y nadie me trae nada.

Si estuviera sana, iría yo misma por mi cobijita.  Pero no puedo.  Siento enojo, impotencia, quisiera gritarles que soy, que siento, que existo.  Pero luego pienso en estas mujeres, las enfermeras, con su uniforme impecable, cuidando su cofia y su chongo para verse siempre limpias y pulcras, y me pregunto cuántas historias no tendrán ellas en su corazón.  Me imagino el cansancio y la rutina que han de vivir y que a veces las obliga a deshumanizarse, porque no saben dónde poner todo el dolor que les trae encariñarse con un paciente que luego ya no estará nunca.

Ya se fueron todos y tengo un poco de tiempo de paz para pensar.  Veo mis manos, están moradas por los piquetes que me dieron ayer, las siento entumecidas y me cuesta trabajo extender los dedos.  Con estas manos estudié mi carrera, he peinado a mis hijas mil veces, he tocado el piano desde los seis años y he pintado mis mejores cuadros.  La mayoría de ellos está en las casas de la gente que quiero.  Hay, hay días en que me cuesta trabajo sostener un lápiz, se me caen las cosas y aquí en el hospital me dan de comer en la boca porque me tiro toda la sopa en la bata.  Hay días que no puedo sostener la cabeza, que babeo.  Es denigrante.  ¡Cómo es posible, tengo una licenciatura y dos posgrados, y hoy no puedo ni siquiera ir al baño sola!  Me siento tan torpe, tan ajena a mi cuerpo.

Me encantaría que alguien me platicara o me arrullara con su voz; que me tocaran, no para sentir mi pulso, sino para decirme que les importa, que me van a ayudar, que voy a estar bien y que mi vida va a seguir adelante.  Porque para mí, sentirme bien significa volver a correr con mis hijos, reírme a carcajadas, tener energía para gozar la vida, enmendar  mis errores, pedir disculpas, dar las gracias, poder servir a los otros, especialmente a aquellos que en estos momentos lo han dejado todo para poder cuidar de mí.

Por favor, sé que están muy ocupados, pero quisiera que por un minuto dejaran de ser los expertos y me trataran como lo que soy, más allá de una enferma, como una persona.  Además de medicamentos y monitores, necesito que me toquen amorosamente, que me llamen por mi nombre y me regalen una sonrisa.  Porque esa es la medicina que mi espíritu necesita para poder seguir adelante en esta lucha diaria.

 

Cuánta razón tiene Tanya.  Los expertos deberíamos preguntar a los pacientes que necesitan y no asumir que nosotros sabemos lo que les hace falta.  Tendríamos que dejar a un lado todo lo que menos leído, lo que hemos publicado y lo que creemos saber, para de verdad ver y escuchar a nuestro paciente y sus necesidades.


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