sábado, 26 de mayo de 2018

Del Libro: “Una vaca se estacionó en mi lugar" de Leonard Scheff / Susan Edmiston







Vivir con la ira es como tener un huésped que se queda toda la vida en tu casa.  Ha estado tanto tiempo ahí, que ni siquiera se te ha ocurrido que puedes desalojarlo.  El huésped casi siempre es detestable y parece enajenar a tu familia, a tus vecinos, a tus colegas y a casi todo el mundo cuando se entromete en tus asuntos.  A pesar de lo anterior, siempre lo has considerado  un beneficio o sólo algo cuya existencia aceptas sin cuestionar.
Ahora sabes que lo puedes echar.  Cuando empiezas a hacerlo, él protesta y trata de convencerte de que no puedes vivir sin él: la gente se aprovechará de ti de muy diversas maneras. Si ocurre algo malo en tu vida, él reaparecerá para decirte que, si no lo hubieras echado, aquello no habría ocurrido.  Quizá te convenza de que le permitas regresar o tal vez se cuele en tu casa y tendrás que volver a echarlo y una y otra vez.

Entonces, ¿cómo sabemos cuándo funciona nuestra práctica de no enfadarnos?  ¿Qué ocurre cuando en verdad logras aplicar el proceso?  Lo bueno es que no tienes que alcanzar la perfección para beneficiarte de tus esfuerzos.  A medida que reduzcas el nivel de ira en tu vida, notarás, entre otras cosas, que logras lo que quieres con más facilidad.  Cuando lidiaste con gente movido por la ira, la alejaste y cerraste su generosidad humana básica.  Cuando la ira decrece, permites que se abra su naturaleza de Buda.  Cuando esto ocurre, la gente quiere ayudarte.



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