viernes, 10 de mayo de 2013

Del Libro “Bienveida al Club de las cuarentonas felices” de Rosaura Rodríguez….



Otra ocupa mi lugar

 

… Pero es que así me he empezado a sentir desde que entré a los cuarenta.  Como si otra mujer se estuviera apoderando de mí y me llevara a serme infiel.  Una infidelidad que se reflejaba en mis apreciaciones, en mi buena educación, en mis juicios, en mi personalidad, y hasta en mis gustos.

Ya no podía confiar en mí misma porque la otra se ha ido apoderando de mi cabeza como si fuera su casa y decidió, sin avisarme, hacer cambios y arreglos en mi hogar mental.  De pronto, en mi casa aparecía el color verde, el cual no era de mi agrado, pero que sin saber cuándo ni cómo, me fascinaba.  En mi nevera había yogur, antiguamente vomitivo y ahora delicia, y ya no me atreví a asegurar “yo no como eso, no me gusta, o me cae bien”, porque la mostaza ya me había dejado mal con los demás y conmigo misma.  Y es que siempre la odió, pero en la última cena con las amigas el lomo en salsa de mostaza se me hizo lo máximo y lo vanaglorié ante el desconcierto de la dueña de casa que no entendía si era una redomada mentirosa por haber pregonado durante años que la detestaba y la puse en el trabajo de hacerme un pescadito aparte.  De pronto, del disgusto a ciertas cosas pasé al gusto excesivo de ellas, como si estuviera cambiando de personalidad.

Pero aparentemente, esto de cambiar de personalidad cuando uno llega al cuarto piso es un mal generalizado y si a mí me estaban cambiando los gustos, muchas de mis amigas se estaban convirtiendo en unas desconocidas hasta para ellas mismas.  Sin previo aviso, Claudia, la menos doméstica, la que odiaba la cocina hasta el punto de no pisar ni siquiera el supermercado y que dejaba todo lo que tuviera que ver con el ala alimenticia de su hogar en manos de la cocinera, empezó a sentir una fascinación desconocida por las recetas.  Al principio simplemente las leía, sin saber cómo se encontró en el supermercado con una gran ilusión comprando los ingredientes y llevada por esa otra que ahora ocupaba su lugar, se ha convertido en una cocinera de alto turmequé.  El primer aterrado ha sido su marido, quien estaba seguro de que se había vuelto loca, o que algo muy importante y costoso le iban a pedir.  Tanta belleza no podía ser cierta.

Y no sólo es cierta para Claudia.  Diana cambié su deporte favorito, las compras, por la flora.  Las carteras Gucci y Fendi fueron remplazadas por las orquídeas, los zapatos y las chaquetas por una manguera.  Con la misma pasión que antes nombraba las mejores marcas del mundo de la moda, a los cuarenta, se sabe el nombre de cada una de las plantas de su patio y disfruta de la salida de una flor de la misma forma que antes se emocionaba con la nueva colección de primavera de Chanel.  Ella, que ha sido la más fiel exponente de aquello que dice “mujer que no gasta, marido que no progresa”,  cambió Saks por los viveros para alegría del bolsillo de su esposo y para el aterre de todas sus amigas que ni opinar podemos ya que aquello de la flora y sus nombre no es de nuestra especialidad.

Lo más increíble de estos cambios no es el descubrimiento de nuevas aficiones o el recién adquirido gusto por lo que antes detestábamos, sino el hecho de que aparentemente eran habilidades que estaban allí, talentos dormidos o invernando y que de pronto afloran sin que sepamos de dónde salieron.  Porque una cosa es que uno decida dedicarse a la cocina sin tener sazón ni para cocinar un huevo y otra muy distinta resultar ser chef digna del mejor restaurante.  En el caso de todas estas mujeres, el común denominador es el mismo, con la nueva personalidad viene incluido el talento para hacerlo bien sin haber estudiado el tema.

Según Carl Gustav Jung, uno de los pioneros en el estudio de la personalidad, el síndrome de la otra que se nos ha metido en el cuerpo y que decidió cambiarnos las reglas del juego, tiene nombre y se llama   MADUREZ.  Según este reconocido sicoanalista, el ser humano nace con unos rasgos de personalidad definidos, pero son condicionados por la cultura y la sociedad en la que hemos sido educados.  En la primera parte de la vida estamos más propensos a desarrollar lo que tiene que ver con el mundo exterior debido a la educación y a los llamados buenos modales.  Cuando llegamos a la adolescencia la presión social, unida a la necesidad de pertenecer y de ser como los demás, nos obliga a seguir desarrollando los rasgos de nuestra personalidad que tienen que ver con el mundo exterior.  De la adolescencia pasamos a la edad adulta y empezamos a cumplir con los requisitos básicos de trabajar para mantenernos, casarnos y tener hijos, lo que implica seguir viviendo para los demás.  Es así como parte de esa personalidad con la que nacemos se reprime en pos de lo que es cultural y socialmente aceptable, pero cuando llegamos a la edad mediana las características de nuestra personalidad que hemos ignorado o dejado a un lado se detonan exigiendo su lugar.  Iniciamos, sin quererlo y sin saberlo, una búsqueda de quiénes somos y en vez de buscarnos en el mundo exterior, empezamos a hacerlo adentro.

Palabra más, palabras menos, estamos ante algo desconocido para el sector femenino y es la crisis de la mediana edad.  Si, así como los hombres se han dado ese lujo desde tiempos inmemoriales, de igual forma las mujeres, después de la liberación, han tomado conciencia de su propia crisis.  Y digo después de la liberación porque antes no teníamos opciones y al no tenerlas ni modo de entrar en cuestionamientos sin sentido.  No había forma de que mis abuelas se preguntaran qué estaban haciendo con sus vidas o si querían hacer algo más.  Para ellas lo que tenían era lo máximo a lo que podían aspirar y ni se les ocurría que a los cuarenta pudieran ir a la universidad, salir a trabajar, montar un negocio o cambiar de marido.

Las crisis eran departamento exclusivo de los hombres que en los cuarenta se vuelven locos, compran un Porsche o un descapotable, se buscan una mujer más joven y empiezan a vestirse como si tuvieran veinte años.  Pero es que hasta para esto de la crisis los hombres y las mujeres vemos las cosas de forma diferente.  Mientras el miedo masculino se relaciona con su propia mortalidad, el adiós a la juventud, y la recuperación inmediata de los años mozos, en el caso de las mujeres la cuestión radica en el futuro.  No miramos hacia atrás con añoranza sino que más bien nos preguntamos cómo queremos vivir el resto de nuestras vidas.  Iniciamos un proceso de aceptación de nosotras mismas e independientemente de los resultados hacemos limonada o naranjada.  Sabemos que un carro nuevo, un amante más joven, o un cambio de look no son la solución para un problema que NO radica en envejecer sino en crecer. 

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