Otra ocupa mi lugar
… Pero es que así me he empezado a sentir desde que entré a
los cuarenta. Como si otra mujer se
estuviera apoderando de mí y me llevara a serme infiel. Una infidelidad que se reflejaba en mis
apreciaciones, en mi buena educación, en mis juicios, en mi personalidad, y
hasta en mis gustos.
Ya no podía confiar en mí misma porque la otra se ha ido
apoderando de mi cabeza como si fuera su casa y decidió, sin avisarme, hacer
cambios y arreglos en mi hogar mental.
De pronto, en mi casa aparecía el color verde, el cual no era de mi
agrado, pero que sin saber cuándo ni cómo, me fascinaba. En mi nevera había yogur, antiguamente
vomitivo y ahora delicia, y ya no me atreví a asegurar “yo no como eso, no me
gusta, o me cae bien”, porque la mostaza ya me había dejado mal con los demás y
conmigo misma. Y es que siempre la odió,
pero en la última cena con las amigas el lomo en salsa de mostaza se me hizo lo
máximo y lo vanaglorié ante el desconcierto de la dueña de casa que no entendía
si era una redomada mentirosa por haber pregonado durante años que la detestaba
y la puse en el trabajo de hacerme un pescadito aparte. De pronto, del disgusto a ciertas cosas pasé
al gusto excesivo de ellas, como si estuviera cambiando de personalidad.
Pero aparentemente, esto de cambiar de personalidad cuando
uno llega al cuarto piso es un mal generalizado y si a mí me estaban cambiando
los gustos, muchas de mis amigas se estaban convirtiendo en unas desconocidas
hasta para ellas mismas. Sin previo
aviso, Claudia, la menos doméstica, la que odiaba la cocina hasta el punto de
no pisar ni siquiera el supermercado y que dejaba todo lo que tuviera que ver
con el ala alimenticia de su hogar en manos de la cocinera, empezó a sentir una
fascinación desconocida por las recetas.
Al principio simplemente las leía, sin saber cómo se encontró en el
supermercado con una gran ilusión comprando los ingredientes y llevada por esa
otra que ahora ocupaba su lugar, se ha convertido en una cocinera de alto
turmequé. El primer aterrado ha sido su
marido, quien estaba seguro de que se había vuelto loca, o que algo muy
importante y costoso le iban a pedir.
Tanta belleza no podía ser cierta.
Y no sólo es cierta para Claudia. Diana cambié su deporte favorito, las
compras, por la flora. Las carteras
Gucci y Fendi fueron remplazadas por las orquídeas, los zapatos y las chaquetas
por una manguera. Con la misma pasión
que antes nombraba las mejores marcas del mundo de la moda, a los cuarenta, se
sabe el nombre de cada una de las plantas de su patio y disfruta de la salida
de una flor de la misma forma que antes se emocionaba con la nueva colección de
primavera de Chanel. Ella, que ha sido
la más fiel exponente de aquello que dice “mujer que no gasta, marido que no
progresa”, cambió Saks por los viveros
para alegría del bolsillo de su esposo y para el aterre de todas sus amigas que
ni opinar podemos ya que aquello de la flora y sus nombre no es de nuestra
especialidad.
Lo más increíble de estos cambios no es el descubrimiento de
nuevas aficiones o el recién adquirido gusto por lo que antes detestábamos,
sino el hecho de que aparentemente eran habilidades
que estaban allí, talentos dormidos o invernando y que de pronto afloran
sin que sepamos de dónde salieron.
Porque una cosa es que uno decida dedicarse a la cocina sin tener sazón
ni para cocinar un huevo y otra muy distinta resultar ser chef digna del mejor
restaurante. En el caso de todas estas
mujeres, el común denominador es el mismo, con la nueva personalidad viene incluido
el talento para hacerlo bien sin haber estudiado el tema.
Según Carl Gustav Jung, uno de los pioneros en el estudio de
la personalidad, el síndrome de la otra que se nos ha metido en el cuerpo y que
decidió cambiarnos las reglas del juego, tiene nombre y se llama MADUREZ. Según este reconocido sicoanalista, el ser
humano nace con unos rasgos de personalidad definidos, pero son condicionados
por la cultura y la sociedad en la que hemos sido educados. En la primera parte de la vida estamos más
propensos a desarrollar lo que tiene que ver con el mundo exterior debido a la
educación y a los llamados buenos modales.
Cuando llegamos a la adolescencia la presión social, unida a la
necesidad de pertenecer y de ser como los demás, nos obliga a seguir
desarrollando los rasgos de nuestra personalidad que tienen que ver con el
mundo exterior. De la adolescencia
pasamos a la edad adulta y empezamos a cumplir con los requisitos básicos de
trabajar para mantenernos, casarnos y tener hijos, lo que implica seguir
viviendo para los demás. Es así como
parte de esa personalidad con la que nacemos se reprime en pos de lo que es
cultural y socialmente aceptable, pero cuando llegamos a la edad mediana las
características de nuestra personalidad que hemos ignorado o dejado a un lado
se detonan exigiendo su lugar.
Iniciamos, sin quererlo y sin saberlo, una búsqueda de quiénes somos y
en vez de buscarnos en el mundo exterior, empezamos a hacerlo adentro.
Palabra más, palabras menos, estamos ante algo desconocido
para el sector femenino y es la crisis de la mediana edad. Si, así como los hombres se han dado ese lujo
desde tiempos inmemoriales, de igual forma las mujeres, después de la
liberación, han tomado conciencia de su propia crisis. Y digo después de la liberación porque antes
no teníamos opciones y al no tenerlas ni modo de entrar en cuestionamientos sin
sentido. No había forma de que mis
abuelas se preguntaran qué estaban haciendo con sus vidas o si querían hacer
algo más. Para ellas lo que tenían era
lo máximo a lo que podían aspirar y ni se les ocurría que a los cuarenta
pudieran ir a la universidad, salir a trabajar, montar un negocio o cambiar de
marido.
Las crisis eran departamento exclusivo de los hombres que en los cuarenta se
vuelven locos, compran un Porsche o un descapotable, se buscan una mujer más
joven y empiezan a vestirse como si tuvieran veinte años. Pero es que hasta para esto de la crisis los
hombres y las mujeres vemos las cosas de forma diferente. Mientras el miedo masculino se relaciona con
su propia mortalidad, el adiós a la juventud, y la recuperación inmediata de
los años mozos, en el caso de las mujeres la cuestión radica en el futuro. No
miramos hacia atrás con añoranza sino que más bien nos preguntamos cómo
queremos vivir el resto de nuestras vidas. Iniciamos un proceso de aceptación de
nosotras mismas e independientemente de los resultados hacemos limonada o
naranjada. Sabemos que un carro nuevo,
un amante más joven, o un cambio de look
no son la solución para un problema
que NO radica en envejecer sino en crecer.
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