jueves, 25 de junio de 2020

Del Libro: “Las Tres Preguntas” de Jorge Bucay


Del Libro:  “Las Tres Preguntas”  de  Jorge Bucay

Los tres tercios





Imaginemos que cada uno recibe una parcela abandonada de tierra llena de maleza.  Sólo tenemos agua, alimentos, herramientas, pero ningún libro disponible, ningún anciano que sepa cómo se hace.  Nos dan semillas, elementos de labranza y nos dicen: “Van a tener que comer de lo que saquen de la tierra”. 
¿Qué haríamos para poder alimentarnos y alimentar a nuestros seres queridos?
Seguramente, lo primero sería desmalezar, preparar la tierra, removerla, airearla… Y hacer surcos para sembrar.
Luego, sembramos y esperamos… Cuidando… Poniendo un tutor, dejando que las plantitas se vayan haciendo grandes, protegiéndolas.  Finalmente, si todo lo hecho prospera, llegará, con certeza, el tiempo de cosechar parte de lo sembrado.
Yo encuentro en la tarea de construirse la propia vida, una equivalencia notable con la tarea de hacer producir la tierra.
Extendiendo la idea de mi amigo y colega Enrique Mariscal en su maravilloso Manual de jardinería humana, podríamos dividir la vida del ser humano en tres grandes etapas que ocuparían, sucesivamente los tres tercios de la existencia de cada persona:
1.        Un tercio preparar el terreno.
2.        Un tercio para la siembra, el crecimiento y la expansión.
3.        Un tercio para el cuidado de los frutos y la cosecha.
Veamos algo de cada una de estas etapas.
El primer tercio es el que corresponde a nuestra infancia y adolescencia.  Durante este periodo, lo que uno tiene que hacer es aprender y ocuparse de preparar el terreno, desmaleza, abonar, airear, dejar todo a punto para cuando llegue el momento de la siembra.
En las primeras etapas, la función predominante de la vida psíquica es la de acompañar el desarrollo del cuerpo y la mente en su crecimiento y construir la firmeza y la seguridad que requieren las relaciones con uno mismo y con el mundo.  Es la época de construcción de nuestra “identidad”.  Un concepto que el mismo Jung definía irónicamente como “la suma de todas aquellas cosas que en realidad no nos definen, pero que mostramos continuamente, para convencernos y convencer a los demás de que así somos”.
El adolescente necesita desarrollar a conciencia la certeza de que tiene el coraje y la fuerza para cortar con lo anterior antes de nacer a su propia vida.
¡Qué error sería pretender sembrar antes de tener el terreno en condiciones!  ¡Qué estúpido sería intentar cosechar en este periodo! Sólo juntaríamos los restos de la siembra de otros en medio de un montón de basura.  Nada bueno ni nutricio saldría de esa cosecha.
El segundo tercio equivale a la juventud y la edad adulta.  Es el momento del crecimiento.  La hora de plantar nuestras semillas.  El tiempo de regarlas, cuidarlas, verlas crecer.  Es el tercio de la siembra, del desarrollo, de la expansión.  Es el tiempo de realizarse como personas, aunque esto, muchas veces, signifique alinearse en pautas sociales y culturales aprendidas o introyectadas sin demasiado análisis.
¡Qué error sería seguir y seguir preparando el terreno cuando ya es tiempo de sembrar!  ¡Qué error sería querer cosechar cuando uno todavía está sembrando!  Cada cosa hay que hacerla a su tiempo.
El último tercio es el de la madurez.  El tiempo de la cosecha.
Momento de darse cuenta de lo hecho y disfrutarlo.  Tiempo de conciencia de finitud y por ello de una actitud mucho más responsable, comprometida y trascendente.
¡Qué error sería, cuando llega el momento de cosechar, pretender ocuparse de remover la tierra, de tirar más semillas o de regar y expandirse, para agrandar el campo!
¡Qué error sería, en lugar de disfrutar de la cosecha, querer seguir sembrando! En el tiempo de la recolección solamente es la hora de recoger los frutos.  Entre otras cosas porque muchas veces, si no se cosecha a tiempo, no se cosecha nunca.
Y explico todo esto porque, como es obvio, la duración de los tercios depende del tiempo que se prevé  vivirán los individuos.
Así, cuando nuestros ancestros vivían, como promedio, entre 35 y 40 años, ese primer tercio duraba 12 o 13 años (y por eso el bar mitzvá de los judíos, la confirmación de los católicos, la circuncisión de los islámicos están pautados para esta edad).  Allí terminaba el primer tercio de vida y con él, la adolescencia.  El individuo dejaba de preparar el terreno y comenzaba a ser un adulto; y, entonces, la primera y tierna juventud llegaba como máximo hasta los 15 y la edad adulta se completaba entre los 28 y los 30 años.
De allí en adelante, los abuelos de nuestros abuelos eran considerados ya maduros.  A las mujeres se les estaba negado parir y a los hombre sólo les cabía esperar resignadamente el momento de su muerte.
Sin embargo, cuando a principios del siglo XX nació la generación de mis padres, la expectativa de vida ya arañaba los 60 años.  Y, por eso, la adolescencia empezó a prolongarse.  Se establecieron, en aquel entonces, los 20  años como fecha de la mayoría de edad y los 60 como el tiempo de la jubilación (marcando desde lo estadístico los momentos del fin de la adolescencia y del fin de la vida activa).
No hace falta dar más detalles para entender que hoy, con promedios de vida de 78 años o más, no sería razonable esperar que la adolescencia terminara antes de los 25 o 26 años.
Obviamente, no se es adulto cuando el documento de identidad lo marca, ni cuando la ley lo decide.  La adolescencia finaliza cuando uno aprende a hacerse cargo definitivamente de sí mismo y asume, entonces, la responsabilidad de su presente y de su futuro.  Cuando uno deja de ser un adolescente, es capaz de decirle a sus padres con absoluta sinceridad y sin atisbos de revancha ni ironías:  “A partir de ahora, pueden dedicarse otra vez a sus propias vidas, porque de la mía debo ocuparme yo mismo”. 




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