domingo, 7 de abril de 2019

Del Libro “Cuando digo NO me siento culpable” de Manuel J. Smith


Del Libro “Cuando digo NO me siento culpable”  de Manuel J. Smith


Tenemos derecho a cambiar de parecer.





Como seres humanos, ninguno de nosotros es constante y rígido.  Cambiamos de parecer;  decidimos adoptar una manera mejor de hacer las cosas, o decidimos hacer otras; nuestros intereses se modifican según las condiciones y con el paso del tiempo.  Todos debemos reconocer que nuestras opciones pueden favorecernos en una situación determinada y perjudicarnos en otra. Para mantenernos en contacto con la realidad, y en beneficio de nuestro bienestar y de nuestra felicidad, debemos aceptar la posibilidad de que cambiar de parecer, de opinión o de criterio sea algo saludable o normal.  Pero, si cambiamos de parecer, es posible que otras personas se opongan a nuestra nueva actitud mediante una manipulación basada en cualquiera de las creencias infantiles que hemos visto, la más común de las cuales podría formularse aproximadamente en los términos siguientes:  No debes cambiar de parecer una vez que te has comprometido.  Si cambias de parecer, hay algo que no marcha como debiera.  Debes justificar tu nueva opinión o reconocer que estabas en un error.  Si te equivocaste una vez, demuestras que eres un irresponsable y que es probable que vuelvas a equivocarte y plantees problemas.  Por consiguiente, no eres capaz de tomar decisiones por ti mismo”.
Con ocasión de la devolución de mercancía observaremos con frecuencia ejemplos de comportamiento dictado por esta creencia manipulativa.  Recientemente, devolví nueve botes de pintura para interiores a uno de los más importantes almacenes de la ciudad.  En el momento de cumplimentar el impreso de devolución, el empleado llegó al espacio destinado a hacer constar la “Razón por la que se devuelve el género” y me preguntó por qué devolvía la pintura.  Respondí:  “Cuando compré los diez botes, me dijeron que podía devolver todos los que no hubiese abierto.  Probé un bote, no me gustó y cambié de idea”.  Pese a la política oficial de los grandes almacenes, el dependiente no podía decidirse a inscribir “cambió de idea” o “no le gustó” e insistió en pedirme la razón por la que devolvía la pintura:  ¿la había encontrado defectuosa, de un color feo, de poca consistencia?  En realidad, el dependiente en cuestión me estaba pidiendo que inventara cualquier razón para satisfacerle o, mejor, para satisfacer a sus superiores, que mintiera, que encontrara algún defecto que alegar como excusa para el comportamiento irresponsable de haber cambiado de idea.  Estuve tentado de decirle que la pintura de marras trastornaba la vida sexual de mi perro Wimpy y dejar que lo interpretara a su gusto.  Pero, en lugar de hacerlo así, insistí y aseguré al dependiente que la pintura no tenía ningún defecto.  Simplemente, había cambiado de idea y decidido no emplear aquella pintura en la decoración  de mi hogar, puesto que me habían dicho que podía devolver todos los botes que no hubiese abierto, los devolvía para recuperar mi dinero.  Incapaz de concebir, por lo visto, que una persona, y sobre todo un hombre, pudiera simplemente cambiar de idea y no sentirse incómodo por ello, el dependiente tuvo que consultar con su superior antes de entregarme el volante para la devolución.  Por mi parte, habría podido dejar que el dependiente juzgara por mí y decidiera que no estaba bien cambiar de idea.  En tal caso, de no haber encontrado algo que alegar como justificación de mi proceder, hubiese tenido que mentir o apechugar con la pintura.  Obrando como lo hice, juzgué por mi cuenta acerca de mi derecho a cambiar de idea, le dije al dependiente que solo deseaba que me devolvieran el dinero, y lo conseguí.



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