Del Libro “Cuando digo NO me siento
culpable” de Manuel J. Smith
Tenemos derecho a cambiar de
parecer.
Como seres humanos, ninguno de nosotros
es constante y rígido. Cambiamos de
parecer; decidimos adoptar una manera
mejor de hacer las cosas, o decidimos hacer otras; nuestros intereses se
modifican según las condiciones y con el paso del tiempo. Todos debemos reconocer que nuestras opciones
pueden favorecernos en una situación determinada y perjudicarnos en otra. Para
mantenernos en contacto con la realidad, y en beneficio de nuestro bienestar y
de nuestra felicidad, debemos aceptar la
posibilidad de que cambiar de parecer, de opinión o de criterio sea algo
saludable o normal. Pero, si
cambiamos de parecer, es posible que otras personas se opongan a nuestra nueva
actitud mediante una manipulación basada en cualquiera de las creencias
infantiles que hemos visto, la más común de las cuales podría formularse
aproximadamente en los términos siguientes:
“No debes cambiar de parecer una
vez que te has comprometido. Si cambias
de parecer, hay algo que no marcha como debiera. Debes justificar tu nueva opinión o reconocer
que estabas en un error. Si te
equivocaste una vez, demuestras que eres un irresponsable y que es probable que
vuelvas a equivocarte y plantees problemas.
Por consiguiente, no eres capaz de tomar decisiones por ti mismo”.
Con ocasión de la devolución de
mercancía observaremos con frecuencia ejemplos de comportamiento dictado por
esta creencia manipulativa.
Recientemente, devolví nueve botes de pintura para interiores a uno de
los más importantes almacenes de la ciudad.
En el momento de cumplimentar el impreso de devolución, el empleado
llegó al espacio destinado a hacer constar la “Razón por la que se devuelve el
género” y me preguntó por qué devolvía la pintura. Respondí:
“Cuando compré los diez botes, me dijeron que podía devolver todos los
que no hubiese abierto. Probé un bote,
no me gustó y cambié de idea”. Pese a la
política oficial de los grandes almacenes, el dependiente no podía decidirse a
inscribir “cambió de idea” o “no le gustó” e insistió en pedirme la razón por
la que devolvía la pintura: ¿la había
encontrado defectuosa, de un color feo, de poca consistencia? En realidad, el dependiente en cuestión me
estaba pidiendo que inventara cualquier razón para satisfacerle o, mejor, para
satisfacer a sus superiores, que mintiera, que encontrara algún defecto que
alegar como excusa para el comportamiento irresponsable de haber cambiado de
idea. Estuve tentado de decirle que la
pintura de marras trastornaba la vida sexual de mi perro Wimpy y dejar que lo
interpretara a su gusto. Pero, en lugar
de hacerlo así, insistí y aseguré al dependiente que la pintura no tenía ningún
defecto. Simplemente, había cambiado
de idea y decidido no emplear aquella pintura en la decoración de mi hogar, puesto que me habían dicho que
podía devolver todos los botes que no hubiese abierto, los devolvía para
recuperar mi dinero. Incapaz de
concebir, por lo visto, que una persona, y sobre todo un hombre, pudiera
simplemente cambiar de idea y no sentirse incómodo por ello, el dependiente
tuvo que consultar con su superior antes de entregarme el volante para la
devolución. Por mi parte, habría podido
dejar que el dependiente juzgara por mí y decidiera que no estaba bien cambiar
de idea. En tal caso, de no haber
encontrado algo que alegar como justificación de mi proceder, hubiese tenido
que mentir o apechugar con la pintura.
Obrando como lo hice, juzgué por mi cuenta acerca de mi derecho a
cambiar de idea, le dije al dependiente que solo deseaba que me devolvieran el
dinero, y lo conseguí.
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