Mi trabajo
con las enfermas esquizofrénicas me había demostrado que existe un poder
sanador que trasciende los medicamentos, que trasciende la ciencia, y eso era
lo que yo llevaba cada día a las salas del hospital. Durante mis visitas a los enfermos me sentaba
en las camas, les cogía las manos y hablaba durante horas con ellos. Así aprendí que no existe ni un solo
moribundo que no anhele cariño, contacto o comunicación. Los moribundos no desean ese distanciamiento
sin riesgos que practican los médicos. Ansían
sinceridad. Incluso los pacientes cuya
depresión los hacía desear el suicidio era posible, aunque no siempre,
convencerlos de que su vida todavía tenía sentido. “Cuénteme lo que está sufriendo – les decía
-. Eso me servirá para ayudar a otras
personas”.
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