domingo, 9 de octubre de 2016

Del Libro “¿Nos tomamos un café?” de Odin Dupeyron





Creo en la originalidad de cada una de las personas y constantemente celebro las diferencias que existen entre cada uno de nosotros.  El mundo ideal para mí, sería aquél donde todos celebráramos precisamente esas diferencias que nos hacen únicos y originales;  un mundo lleno de judíos, cristianos, mormones, altos, bajos, gordos, flacos, heterosexuales, homosexuales, rubios, negros, bancos, pelirrojos, de todos los gustos y de todas las formas, siempre distintos, siempre diferentes, pero en el fondo, en espíritu…. siempre iguales.

Con el paso del tiempo he descubierto que, de alguna manera que no logro entender, todos somos uno y en el fondo de nuestra alma somos indiscutiblemente iguales, venimos del mismo lugar y vamos a parar al mismo sitio; tenemos los mismo deseos de ser felices, de ser amados y de amar;  tenemos las mismas necesidades de compartir con los demás logros, alegrías, penas y miserias;  tenemos la necesidad natural de hacer amigos, así como de estar solos en momentos específicos.
Tenemos la misma risa, que aunque se exprese de diferentes formas, en el fondo, se dispara con las mismas alegrías; tenemos el mismo llanto que la mayoría de las veces se siente con la misma intensidad y con el mismo dolor.

Todos nos sentimos pequeños ante la muerte, y todos, absolutamente todos, nos emocionamos ante el amor.  Y es increíble cómo al alma no le importan las nacionalidades ni las fronteras, al amor, al dolor y a la felicidad poco les importa si eres pobre, rico, si eres un político, un doctor o un enfermo.  Ante la belleza de un cuerpo o de un alma, ante el roce de las manos de la persona que amas sobre tu piel, el estómago se sume y el corazón se acelera, seas mexicano, árabe, tailandés o hawaiano.  El placer de hacer el amor amando, no conoce de religión, de sexos, de edades o de clases sociales.  Somos milagrosamente tan distintos y a la vez tan iguales;  y sólo estamos aquí, de paso, compartiendo nuestra estancia…. Nuestra brevísima estancia en esta tierra. 
¿No es increíble que a pesar de tantos años de existir en el planeta no hayamos aprendido todavía a respetar nuestras diferencias?  ¿No es increíble cómo a pesar del pequeñísimo tiempo de vida que tenemos cada uno de nosotros, en vez de celebrar esas diferencias, las condenamos?  Vivimos toda una vida tratando de ser como otros o tratando de que otros crean en lo que creemos nosotros o que los demás se comporten como nos comportaríamos nosotros;  cuando la verdadera igualdad va más allá de eso.  La verdadera igualdad del hombre es de espíritu y de sentimiento.


Vamos muy rápido, vamos demasiado rápido, la vida es tan corta y aun así, nos dejamos atrapar por el torbellino de la rutina, nos paralizamos ante una sociedad que nos juzga, nos condiciona y nos condena.  ¿Cuántas veces nos damos tiempo para pláticas, para conocernos, para compartir algo más que las pláticas triviales y cotidianas?  ¿Cuántas veces nos damos el tiempo de sentarnos y aprender de nuestra igualdad y de nuestras diferencias?  ¿Cuántas veces nos mostramos como realmente somos;  sin máscaras y sin miedos?  En cambio, nos alejamos, nos escondemos, nos  disfrazamos y nos lastimamos constantemente.  Son pocas las ocasiones en las que verdaderamente nos damos tiempo de compartir “apuntes”, de comentar lo que se ha aprendido de lo que hemos vivido.



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