Al final de las entrevistas los pacientes se sentían
aliviados. Muchos que habían abandonado
toda esperanza y se sentían inútiles disfrutaban de su nuevo papel de
profesores. Aunque iban a morir,
comprendían que era posible que su vida aún tuviera una finalidad, que tenían
un motivo para vivir hasta el último aliento.
Podían seguir creciendo espiritualmente y contribuir al crecimiento
de quienes los escuchaban.
Después de cada entrevista llevaba al enfermo a su
habitación y volvía junto a los alumnos para continuar sosteniendo con ellos
conversaciones animadas y cargadas de emoción.
Además de analizar las respuestas y reacciones del paciente, analizábamos
también nuestras propias reacciones. Por
lo general, los comentarios eran sorprendentes por su sinceridad. Hablando de su miedo a la muerte, que la
hacía evitar totalmente el tema, una doctora dijo: “Casi no recuerdo haber visto un
cadáver.” Refiriéndose a que la Biblia
no le facilitaba respuestas para todas las preguntas que le hacían los
enfermos, un sacerdote comentó: “No sé
qué decir, así que no digo nada.”
En esas conversaciones, los médicos, sacerdotes y asistentes
sociales hacían frente a su hostilidad y actitud defensiva. Analizaban y superaban sus miedos. Escuchando a pacientes moribundos todos
comprendimos que deberíamos haber actuado de otra manera en el pasado y que
podíamos hacerlo mejor en el futuro.
Cada vez llevaba a un enfermo al aula y después lo devolvía
a su habitación, su vida me hacía pensar en “una de los millares de luces del vasto firmamento, que brilla durante
breves instantes para luego desaparecer en la noche infinita”. Las lecciones enseñadas por cada una de estas
personas se resumían en el mismo mensaje:
Vive de tal forma que al mirar
hacia atrás no lamentes haber desperdiciado la existencia.
Vive de tal forma que no
lamentes las cosas que has hecho ni desees haber actuado de otra manera.
Vive con sinceridad y plenamente.
Vive.
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