Del libro “Cómo
hacer que te pasen cosas buenas” de Marian Rojas Estapé
LAS EMOCIONES Y SU REPERCUSION EN LA SALUD
Algunas molestias pueden ser
debidas a malas costumbres como la alimentación, la mala higiene del sueño, un
exceso de sedentarismo o incorrectas posturas del cuerpo. Si somos capaces de hacer un buen examen de
nuestra vida, con honestidad, sin buscar una perfección que aporte más angustia
que paz, estaremos en el buen camino. Hay que permitirse un rato para analizar
nuestra vida, considerar lo que estamos logrando: nuestros objetivos y metas. Observar y sentir físicamente nuestro
cuerpo, averiguar si nos está mandando alguna señal y vislumbrar cuales pueden
ser las causas. A veces la ayuda de un profesional, un médico o una persona
que conozca el cuerpo y su conexión con la mente puede resultar un buen apoyo.
La ciencia nos ha ido mostrando
ejemplos claros de enfermedades relacionadas con la emoción. En dermatología se ha documentado
que ciertas enfermedades cutáneas prevalecen en pacientes que experimentan resentimiento,
frustración, ansiedad o culpa. En cardiología se ha demostrado que
los ataques cardiacos son más comunes en personas agresivas, competitivas
o que han desarrollado una cronopatía.
En gastroenterología se ha observado una correlación entre
emociones como la ansiedad – por un examen o una entrevista de trabajo,
por ejemplo – y las dolencias intestinales o estomacales como las ulceras
pépticas. Pero, sin duda, es en la oncología donde se está
profundizando más la relación mente-cuerpo.
El psicólogo clínico
estadounidense Lawrence LeShan analizó las vidas de más de quinientos enfermos
de cáncer y desveló una relación muy importante entre la depresión y la
aparición del cáncer. Muchas de las
personas objeto de estudio se sentían vencidas por la ruptura de relaciones
estrechas y habían tratado de reprimir esas emociones. Dichas emociones
reprimidas alteraron su equilibrio neurohormonal y fueron contraproducentes
para su respuesta inmunológica. Ampliaremos el tema oncológico más adelante.
EL CASO DE TOMÁS
Acude a mi
consulta Tomás, de dieciséis años. Es el mayor de tres hermanos. Buen
estudiante, su padre es arquitecto y su madre ama de casa. Lleva un año y medio
con problemas de vista. Todo comenzó un día en clase, al darse cuenta de que
veía borrosa la pizarra. Avisó a la profesora y por la tarde acudió a urgencias
con su madre. Fue diagnosticado de espasmo acomodativo. Le pautaron unas gotas
y la mandaron a casa. Estuvo un par de días algo mejor, pero un día, en medio
de una clase, se dio cuenta de que no veía nada. Acudieron a otro especialista
para solicitar una segunda opinión. Fue valorado, se le realizaron varias
pruebas, pero persistía el empeoramiento. Cambiaba su grado de miopía en cada
prueba y no tenían clara la causa.
Tras acudir a
varios especialistas más – entre ellos varios neurólogos –, le fue realizado un
escáner y una resonancia, pero los resultados fueron completamente normales,
debido a lo cual fue derivado a psiquiatría. Cuando veo a Tomás en consulta, me
sorprende lo tranquilo que se encuentra a pesar de que “no ve”. La belle
indifférence, que llamamos los psiquiatras. Él dice haberse acostumbrado a
no ver y que no le preocupa. Realizamos entrevistas a los padres y descubrimos
en la personalidad de Tomás unos rasgos perfeccionistas y rígidos muy marcados.
Se exige mucho, no se permite un error, adelanta lo que le van a explicar en el
colegio para ir más avanzado y busca saber siempre más, “ver” más allá de lo
que le corresponde para su edad y madurez. Su cuerpo le frena en seco: deja de
ver. Estuvo en terapia varios meses, y
trabajamos su manera de percibirse y de gestionar sus emociones. Poco a poco
recuperó la vista y no ha vuelto a tener problemas al respecto.
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