Del Libro: “Las Tres Preguntas” de
Jorge Bucay
Los tres tercios
Imaginemos que
cada uno recibe una parcela abandonada de tierra llena de maleza. Sólo tenemos agua, alimentos, herramientas,
pero ningún libro disponible, ningún anciano que sepa cómo se hace. Nos dan semillas, elementos de labranza y nos
dicen: “Van a tener que comer de lo que saquen de la tierra”.
¿Qué haríamos
para poder alimentarnos y alimentar a nuestros seres queridos?
Seguramente, lo
primero sería desmalezar, preparar la tierra, removerla, airearla… Y hacer
surcos para sembrar.
Luego, sembramos y
esperamos… Cuidando… Poniendo un tutor, dejando que las plantitas se vayan
haciendo grandes, protegiéndolas.
Finalmente, si todo lo hecho prospera, llegará, con certeza, el tiempo
de cosechar parte de lo sembrado.
Yo encuentro en
la tarea de construirse la propia vida, una equivalencia notable con la tarea
de hacer producir la tierra.
Extendiendo la
idea de mi amigo y colega Enrique Mariscal en su maravilloso Manual de
jardinería humana, podríamos dividir la vida del ser humano en tres grandes
etapas que ocuparían, sucesivamente los tres tercios de la existencia de cada
persona:
1.
Un tercio preparar el terreno.
2.
Un tercio para la siembra, el crecimiento y la
expansión.
3.
Un tercio para el cuidado de los frutos y la
cosecha.
Veamos algo de
cada una de estas etapas.
El primer
tercio es el que
corresponde a nuestra infancia y adolescencia. Durante este periodo, lo que uno tiene que
hacer es aprender y ocuparse de preparar el terreno, desmaleza, abonar, airear,
dejar todo a punto para cuando llegue el momento de la siembra.
En las primeras
etapas, la función predominante de la vida psíquica es la de acompañar el
desarrollo del cuerpo y la mente en su crecimiento y construir la firmeza y la
seguridad que requieren las relaciones con uno mismo y con el mundo. Es la época de construcción de
nuestra “identidad”. Un
concepto que el mismo Jung definía irónicamente como “la suma de todas aquellas
cosas que en realidad no nos definen, pero que mostramos continuamente, para
convencernos y convencer a los demás de que así somos”.
El adolescente
necesita desarrollar a conciencia la certeza de que tiene el coraje y la fuerza
para cortar con lo anterior antes de nacer a su propia vida.
¡Qué error sería
pretender sembrar antes de tener el terreno en condiciones! ¡Qué estúpido sería intentar cosechar en este
periodo! Sólo juntaríamos los restos de la siembra de otros en medio de un
montón de basura. Nada bueno ni nutricio
saldría de esa cosecha.
El segundo
tercio equivale a la juventud y la edad adulta.
Es el momento del crecimiento. La
hora de plantar nuestras semillas. El
tiempo de regarlas, cuidarlas, verlas crecer.
Es el tercio de la siembra, del desarrollo, de la expansión. Es el tiempo de realizarse como
personas, aunque esto, muchas veces, signifique alinearse en pautas
sociales y culturales aprendidas o introyectadas sin demasiado análisis.
¡Qué error sería
seguir y seguir preparando el terreno cuando ya es tiempo de sembrar! ¡Qué error sería querer cosechar cuando uno
todavía está sembrando! Cada cosa hay
que hacerla a su tiempo.
El último
tercio es el de la madurez. El tiempo de
la cosecha.
Momento de darse
cuenta de lo hecho y disfrutarlo. Tiempo de conciencia de finitud y por ello de
una actitud mucho más responsable, comprometida y trascendente.
¡Qué error sería,
cuando llega el momento de cosechar, pretender ocuparse de remover la tierra,
de tirar más semillas o de regar y expandirse, para agrandar el campo!
¡Qué error sería,
en lugar de disfrutar de la cosecha, querer seguir sembrando! En el tiempo de
la recolección solamente es la hora de recoger los frutos. Entre otras cosas porque muchas veces, si no
se cosecha a tiempo, no se cosecha nunca.
Y explico todo
esto porque, como es obvio, la duración de los tercios depende del tiempo que se
prevé vivirán los individuos.
Así, cuando
nuestros ancestros vivían, como promedio, entre 35 y 40 años, ese primer tercio
duraba 12 o 13 años (y por eso el bar mitzvá de los judíos, la confirmación de
los católicos, la circuncisión de los islámicos están pautados para esta
edad). Allí terminaba el primer tercio
de vida y con él, la adolescencia. El
individuo dejaba de preparar el terreno y comenzaba a ser un adulto; y, entonces,
la primera y tierna juventud llegaba como máximo hasta los 15 y la edad adulta
se completaba entre los 28 y los 30 años.
De allí en
adelante, los abuelos de nuestros abuelos eran considerados ya maduros. A las mujeres se les estaba negado parir y a
los hombre sólo les cabía esperar resignadamente el momento de su muerte.
Sin embargo,
cuando a principios del siglo XX nació la generación de mis padres, la
expectativa de vida ya arañaba los 60 años.
Y, por eso, la adolescencia empezó a prolongarse. Se establecieron, en aquel entonces, los
20 años como fecha de la mayoría de edad
y los 60 como el tiempo de la jubilación (marcando desde lo estadístico los
momentos del fin de la adolescencia y del fin de la vida activa).
No hace falta dar
más detalles para entender que hoy, con promedios de vida de 78 años o más, no
sería razonable esperar que la adolescencia terminara antes de los 25 o 26
años.
Obviamente, no se
es adulto cuando el documento de identidad lo marca, ni cuando la ley lo
decide. La adolescencia finaliza cuando
uno aprende a hacerse cargo definitivamente de sí mismo y asume, entonces, la
responsabilidad de su presente y de su futuro.
Cuando uno deja de ser un
adolescente, es capaz de decirle a sus padres con absoluta sinceridad y sin
atisbos de revancha ni ironías: “A
partir de ahora, pueden dedicarse otra vez a sus propias vidas, porque de la
mía debo ocuparme yo mismo”.
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