Vivir con la ira es como tener un huésped que se queda toda
la vida en tu casa. Ha estado tanto
tiempo ahí, que ni siquiera se te ha ocurrido que puedes desalojarlo. El huésped casi siempre es detestable y
parece enajenar a tu familia, a tus vecinos, a tus colegas y a casi todo el
mundo cuando se entromete en tus asuntos.
A pesar de lo anterior, siempre lo
has considerado un beneficio o sólo
algo cuya existencia aceptas sin cuestionar.
Ahora sabes que lo
puedes echar. Cuando empiezas a
hacerlo, él protesta y trata de convencerte de que no puedes vivir sin él: la
gente se aprovechará de ti de muy diversas maneras. Si ocurre algo malo en tu
vida, él reaparecerá para decirte que, si no lo hubieras echado, aquello no
habría ocurrido. Quizá te convenza de que
le permitas regresar o tal vez se cuele en tu casa y tendrás que volver a
echarlo y una y otra vez.
Entonces, ¿cómo sabemos cuándo funciona nuestra práctica de
no enfadarnos? ¿Qué ocurre cuando en
verdad logras aplicar el proceso? Lo
bueno es que no tienes que alcanzar la perfección para beneficiarte de
tus esfuerzos. A medida que reduzcas el nivel de
ira en tu vida, notarás, entre otras cosas, que logras lo que quieres con más
facilidad. Cuando lidiaste con
gente movido por la ira, la alejaste y cerraste su generosidad humana
básica. Cuando la ira decrece, permites
que se abra su naturaleza de Buda.
Cuando esto ocurre, la gente quiere ayudarte.
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