Leonardo recibió el cuaderno. En su mente repasó cuanto diría si pudiera
conversar con ese hombre. Como una nueva
catarsis en la oleada de violentas y purificadoras emociones que había experimentado,
comenzó:
Papá:
Estoy enterrado vivo en una montaña de
piedras. He vomitado, orinado y defecado
en mi ropa; huelo a mi podredumbre y la
de los cadáveres cercanos que empiezan a descomponerse.
Me estoy muriendo, pero lo que de
verdad me está matando es una montaña de rencor y coraje contra ti. No sé si alguien vaya a mover las piedras,
pero al menos yo quiero quitar estas…. Las que tengo encima por tu causa…..
Necesito hablarte, papá.
Debes saber que tuve una esposa
maravillosa. Por desgracia la perdí
porque no pude ser el hombre que ella merecía.
Yo soy responsable, nadie más, pero tú me “heredaste” varios rasgos de
carácter que me echaron una manita:
adicción al alcohol, machismo, intransigencias, gusto por la
pornografía, atracción por las prostitutas, deslealtad… ¿Quieres que siga?
Sus líneas se convirtieron en un clamor lleno de exigencia y
dramatismo. Desde ese pequeño espacio,
reducido a la nada, se desentendió de su cuerpo y en un estado de pureza y
desprendimiento, continuó redactando:
Por otro
lado, reconozco que fuiste un buen entrenador deportivo y me motivaste a luchar
siempre por ganar.
En este lecho
de dolor he comprendido que nadie es perfecto y no puedo juzgarte.
Seguramente tú
también heredaste cosas malas de tus padres.
Lo que te hicieron a ti, fue injusto.
Ante la adversidad, reaccionaste lo mejor que pudiste.
Papá, entre
tanto dolor, la verdad es que ¡me has hecho mucha falta!
Extraño los
días en que me lanzabas la bola y yo estaba aprendiendo a pegarle con el bat. Extraño tu personalidad impactante e incluso
tus groserías.
Eres el
hombre que me dio el ser. La mitad de mi
persona proviene de ti. No puedo renegar
de la sangre que corre por mis venas. Es
tuya. No puedo renegar de mi apellido.
Es tuyo. Quiero aceptar esa parte de mí
que tú representas. Quiero aceptarte tal
y como eres; quiero amarte.
Papá voy a
escribirlo muy fuerte con el lápiz:
Te
perdono. Ya no quiero que te vaya mal.
En este lecho
de muerte, sintiendo como cada vez mi corazón pierde fuerza, digo que
deseo tu felicidad y tu salud. Imagino
con los ojos de la fe que serás libre de todo vicio y que hallarás la paz.
Le pido a
Dios que te brinde una vida llena de amor y satisfacciones.
Te deseo lo
mejor. De alguna forma, no te lo
mereces, pero yo pido bendiciones para ti.
Te honro
padre.
También, con
toda el alma imploro al Señor para que me perdone por las veces que hablé mal
de ti, por las veces que pensé mal y deseé cosas malas para ti. Yo también te juzgué, te critiqué hasta el
cansancio. No era mi papel. No era lo correcto. Estoy muy arrepentido….
Aunque
conozco tus errores y los repruebo, a pesar de todo, papá, en mi último
aliento, te quiero decir SOLO TRES
COSAS: te amo, te respeto, te perdono….
Leonardo dejó de escribir.
Contempló las hojas desgarradas y sucias. Borrosamente distinguió una fila de rayones y
palabras mal trazadas. Quizá su padre
jamás leería esa carta….
Cerró los ojos.
Le había costado mucho trabajo redactar cada palabra, pero
al hacerlo sintió como si, en efecto, una pesada carga espiritual hubiese caído
de sus espaldas.
Se convenció de que los ataques de angustia y ansiedad que
se habían sucedido periódicamente ya no volverían. Si hubo una maldición en su vida por
deshonrar a su padre, él acababa de romperla.
.
No hay comentarios:
Publicar un comentario