domingo, 12 de febrero de 2017

Del Libro “Tu hijo, tu espejo” de Martha Alicia Chávez





Estoy absolutamente convencida de que, no importa cuál sea el problema que un hijo presente:  el amor incondicional de los padres será indispensable para resolverlo.
No te preocupes tanto porque cometes errores en los “cómos”, preocúpate, o mejor ocúpate, en acrecentar tu capacidad de amarlos, es posible hacerlo, trabaja duro en ello y todo lo demás vendrá por añadidura.  Porque un padre que ama profundamente a un hijo sabe por intuición qué hacer y qué no hacer, cuándo dar y cuándo pedir, cuando ayudar y cuando dejar, cuando hablar y cuando callar, cuando retener y cuando soltar.  Y cuando un padre no sabe qué hacer, se centra entonces en su corazón y le pregunta al amor, y el amor siempre le responderá, no importa qué error cometa, su impacto sobre el hijo será suavizado por el amor, porque los errores que un padre amoroso comete no dejan esas dolorosas heridas que tanta gente va cargando por la vida.
Recuerdo algo que dejó una imborrable huella en mí.

Sucedió hace unos ocho años en la sala de espera de un consultorio.  Frente a mí se encontraba sentada una joven madre, era obvio por su aspecto y su lenguaje que se trataba de una persona humilde, sin preparación académica, pero a la cual, desde entonces, he querido parecerme, aunque sea un poco.
Su hija de unos ocho o nueve año padecía una enfermedad muy notoria a simple vista:  una desviación de la columna vertebral que aun a su corta edad ya había provocado un importante grado de deformación en su cuerpo.  Su cara era extraña, aunque no podría decir qué clase de patología era, su boca estaba torcida y sus ojos ubicados de forma totalmente asimétrica en su carita.
Lo esperado, desde un punto de vista fríamente psicológico, sería que esa niña presentara ciertos rasgos de personalidad como inseguridad, timidez, hostilidad e incluso ería comprensible si tuviera síntomas de agresividad e incapacidad de socializar: producto, sin duda, de ir por la vida con esas diferencias físicas tan notorias que por lo general animan crueles bromas de otros niños y las miradas punzantes de la gente.
Pero para mi sorpresa, encontré en esa niña a la criatura más dulce, amorosa y luminosa que he conocido.  Sigilosamente se acercaba a cada una de las personas que estábamos en esa sala de espera – gracias a Dios, incluyéndome a mí – dedicándonos unos minutos para preguntar:  “¿Está usted enfermo? ¿De qué? ¿Le duele mucho?”, y luego expresaba su compasión de la manera más hermosa que he visto:  “Ay, pobrecito, pero pronto se va a curar;  sana sana, colita de rana…”, y finalmente contaba brevemente su propia historia y que estaba ahí porque un doctor muy bueno le iba a hacer una operación.
Todos, absolutamente todos los que la veíamos estábamos fascinados.  Esa niña rompía mis esquemas y yo en secreto me preguntaba cómo era posible que una niña con toda esa deformidad física fuera como ella, y mientras más la veía en acción mayores eran mis interrogantes, pero al voltear a ver a su mamá todas mis dudas y cuestionamientos fueron contestados.
Nunca he visto a una madre mirar a su hijo de la manera en que ella lo hacía; su cara toda reflejaba ¡tanto amor y luz!, sonreía levemente y sus ojos brillaban de amor mientras observaba a su hijita interactuar con la gente y, de vez en cuando, con una dulce y aprobatoria voz le decía:  “Ya, hija, deja al señor en paz”.  Entonces la chiquilla corría a abrazarla efusivamente y le decía “te quiero” en las formas más graciosas y hermosas imaginables, para luego volver a platicar con el siguiente paciente.
Entonces entendí tan claro como ningún libro me lo hubiera podido explicar que la diferencia entre un niño feliz y psicológicamente sano y un niño infeliz y enfermo son la ACEPTACION  y el AMOR  INCONDICIONAL de sus padres.

AMAR y ACEPTAR  INCONDICIONALMENTE  a un hijo no significa permitirle todo, no ponerle límites, no alzarle nunca la voz, no ser firme, no experimentar jamás sentimientos como el enojo o el resentimiento; sino más bien, significa amarlo como es, aun en los momentos en que te encuentras verdaderamente molesto con él, y aunque tu cuerpo, tu voz, tu respiración, tus gestos y tu energía estén mostrando esa molestia, ahí en el fondo, en tu centro, está tu amor por él y tu hijo lo siente desde su centro, y responde a él, porque quien se siente amado está más abierto y dispuesto.

  

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