Estoy absolutamente convencida de que, no importa cuál sea
el problema que un hijo presente: el
amor incondicional de los padres será indispensable para resolverlo.
No te preocupes tanto porque cometes errores en los “cómos”,
preocúpate, o mejor ocúpate, en acrecentar tu capacidad de amarlos, es posible
hacerlo, trabaja duro en ello y todo lo demás vendrá por añadidura. Porque un padre que ama profundamente a un
hijo sabe por intuición qué hacer y qué no hacer, cuándo dar y cuándo pedir,
cuando ayudar y cuando dejar, cuando hablar y cuando callar, cuando retener y
cuando soltar. Y cuando un padre no sabe
qué hacer, se centra entonces en su corazón y le pregunta al amor, y el amor
siempre le responderá, no importa qué error cometa, su impacto sobre el hijo
será suavizado por el amor, porque los errores que un padre amoroso comete no
dejan esas dolorosas heridas que tanta gente va cargando por la vida.
Recuerdo algo que dejó una imborrable huella en mí.
Sucedió hace unos ocho años en la sala de espera de un
consultorio. Frente a mí se encontraba
sentada una joven madre, era obvio por su aspecto y su lenguaje que se trataba
de una persona humilde, sin preparación académica, pero a la cual, desde entonces,
he querido parecerme, aunque sea un poco.
Su hija de unos ocho o nueve año padecía una enfermedad muy
notoria a simple vista: una desviación
de la columna vertebral que aun a su corta edad ya había provocado un
importante grado de deformación en su cuerpo.
Su cara era extraña, aunque no podría decir qué clase de patología era,
su boca estaba torcida y sus ojos ubicados de forma totalmente asimétrica en su
carita.
Lo esperado, desde un punto de vista fríamente psicológico, sería
que esa niña presentara ciertos rasgos de personalidad como inseguridad,
timidez, hostilidad e incluso ería comprensible si tuviera síntomas de
agresividad e incapacidad de socializar: producto, sin duda, de ir por la vida
con esas diferencias físicas tan notorias que por lo general animan crueles
bromas de otros niños y las miradas punzantes de la gente.
Pero para mi sorpresa, encontré en esa niña a la criatura
más dulce, amorosa y luminosa que he conocido.
Sigilosamente se acercaba a cada una de las personas que estábamos en
esa sala de espera – gracias a Dios, incluyéndome a mí – dedicándonos unos
minutos para preguntar: “¿Está usted
enfermo? ¿De qué? ¿Le duele mucho?”, y luego expresaba su compasión de la
manera más hermosa que he visto: “Ay,
pobrecito, pero pronto se va a curar;
sana sana, colita de rana…”, y finalmente contaba brevemente su propia
historia y que estaba ahí porque un doctor muy bueno le iba a hacer una
operación.
Todos, absolutamente todos los que la veíamos estábamos
fascinados. Esa niña rompía mis esquemas
y yo en secreto me preguntaba cómo era posible que una niña con toda esa
deformidad física fuera como ella, y mientras más la veía en acción mayores
eran mis interrogantes, pero al voltear a ver a su mamá todas mis dudas y cuestionamientos
fueron contestados.
Nunca he visto a una madre mirar a su hijo de la manera en
que ella lo hacía; su cara toda reflejaba ¡tanto amor y luz!, sonreía levemente
y sus ojos brillaban de amor mientras observaba a su hijita interactuar con la
gente y, de vez en cuando, con una dulce y aprobatoria voz le decía: “Ya, hija, deja al señor en paz”. Entonces la chiquilla corría a abrazarla
efusivamente y le decía “te quiero” en las formas más graciosas y hermosas
imaginables, para luego volver a platicar con el siguiente paciente.
Entonces entendí tan claro como ningún libro me lo hubiera
podido explicar que la diferencia entre un niño feliz y psicológicamente sano y
un niño infeliz y enfermo son la ACEPTACION
y el AMOR INCONDICIONAL de sus
padres.
AMAR y ACEPTAR INCONDICIONALMENTE a un hijo no significa permitirle todo, no
ponerle límites, no alzarle nunca la voz, no ser firme, no experimentar jamás
sentimientos como el enojo o el resentimiento; sino más bien, significa amarlo como es, aun en los
momentos en que te encuentras verdaderamente molesto con él, y aunque tu
cuerpo, tu voz, tu respiración, tus gestos y tu energía estén mostrando esa
molestia, ahí en el fondo, en tu centro, está tu amor por él y tu hijo lo
siente desde su centro, y responde a él, porque quien se siente amado está más
abierto y dispuesto.
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