Creo en la originalidad de cada una de las personas y
constantemente celebro las diferencias que existen entre cada uno de
nosotros. El mundo ideal para mí, sería
aquél donde todos celebráramos precisamente esas diferencias que nos hacen
únicos y originales; un mundo
lleno de judíos, cristianos, mormones, altos, bajos, gordos, flacos,
heterosexuales, homosexuales, rubios, negros, bancos, pelirrojos, de todos los
gustos y de todas las formas, siempre distintos, siempre diferentes, pero en el
fondo, en espíritu…. siempre iguales.
Con el paso del tiempo he descubierto que, de alguna manera
que no logro entender, todos somos uno y en el fondo de nuestra alma somos
indiscutiblemente iguales, venimos del mismo lugar y vamos a parar al mismo
sitio; tenemos los mismo deseos de ser felices, de ser amados y de amar; tenemos las mismas necesidades de
compartir con los demás logros, alegrías, penas y miserias; tenemos la necesidad natural de hacer amigos,
así como de estar solos en momentos específicos.
Tenemos la misma risa, que aunque se exprese de diferentes
formas, en el fondo, se dispara con las mismas alegrías; tenemos el mismo
llanto que la mayoría de las veces se siente con la misma intensidad y con el
mismo dolor.
Todos nos sentimos pequeños ante la muerte, y todos,
absolutamente todos, nos emocionamos ante el amor. Y es increíble cómo al alma no le importan
las nacionalidades ni las fronteras, al
amor, al dolor y a la felicidad poco les importa si eres pobre, rico, si eres
un político, un doctor o un enfermo.
Ante la belleza de un cuerpo o de un alma, ante el roce de las manos de
la persona que amas sobre tu piel, el estómago se sume y el corazón se acelera,
seas mexicano, árabe, tailandés o hawaiano.
El placer de hacer el amor amando, no conoce de religión, de sexos, de
edades o de clases sociales. Somos
milagrosamente tan distintos y a la vez tan iguales; y sólo estamos aquí, de paso, compartiendo
nuestra estancia…. Nuestra brevísima estancia en esta tierra.
¿No es increíble que a pesar de tantos años de existir en el
planeta no hayamos aprendido todavía a respetar
nuestras diferencias? ¿No es
increíble cómo a pesar del pequeñísimo tiempo de vida que tenemos cada uno de
nosotros, en vez de celebrar esas diferencias, las condenamos? Vivimos toda una vida tratando de ser como otros o tratando de que
otros crean en lo que creemos nosotros o que los demás se comporten como nos
comportaríamos nosotros; cuando la verdadera
igualdad va más allá de eso. La
verdadera igualdad del hombre es de espíritu y de sentimiento.
Vamos muy
rápido, vamos demasiado rápido, la vida es tan corta y aun así, nos dejamos
atrapar por el torbellino de la rutina, nos paralizamos ante una sociedad que
nos juzga, nos condiciona y nos condena.
¿Cuántas veces nos damos tiempo para pláticas, para conocernos, para
compartir algo más que las pláticas triviales y cotidianas? ¿Cuántas veces nos damos el tiempo de
sentarnos y aprender de nuestra igualdad y de nuestras diferencias? ¿Cuántas
veces nos mostramos como realmente somos;
sin máscaras y sin miedos? En
cambio, nos alejamos, nos escondemos, nos
disfrazamos y nos lastimamos constantemente. Son pocas las ocasiones en las que
verdaderamente nos damos tiempo de compartir “apuntes”, de comentar lo que se
ha aprendido de lo que hemos vivido.
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