jueves, 16 de enero de 2014

Del Libro “Bienveida al Club de las cuarentonas felices” de Rosaura Rodríguez….





-  Envejecer con dignidad.  Me aterra.  Dignidad tiene connotaciones de resignación, canas, arrugas, gordos, celulitis, piel reseca y todo el deterioro.  Me niego. 
Es que envejecer con dignidad es algo que se quedó en los tiempos de mis abuelas.  Ya ni a mi mamá le tocó esa época.  Ella ha sido una mujer que a sus sesenta va al gimnasio, pasa por uno que otro retoque, vive a dieta y hace mucho tiempo que dejó atrás el sueño de llegar a esa edad, ponerse una bata y dedicarse a comer todo lo que le dé la gana.  La dignidad hoy en día tiene solución en frascos de tintes que no tuvieron mis abuelas, en Botox, en el conteo de carbohidratos y grasas, en la mesoterapia y en cremas para todo tipo de problemas que tengamos o que podamos tener.  No existe la necesidad de envejecer con dignidad, cuando se puede envejecer con Estee Lauder, Lancome o un buen cirujano plástico.  Ya lo decía Agatha Christie, el marido ideal es un antropólogo porque en la medida que envejecemos somos más fascinantes para él.  Pues en la vida moderna son los cirujanos plásticos para que en el camino nos vayan haciendo arreglitos pertinentes.


Pero independientemente de si me consigo al cirujano plástico o me tengo que bajar del bus para pagarle a uno o simplemente me busco un galán que esté en las mismas que yo, no puedo dejar de sentir que he llegado a los cuarenta en el mejor momento para vivirlos.  No me cambio por ninguna de las mujeres que me antecedieron, ni por ninguna otra edad ya vivida.  No extraño el pasado como les pasa a algunas de mis amigas que están haciendo algo parecido a recoger sus pasos, para pasar a una mejor vida, ya sea comprándose la colección de discos completa de Julio Iglesias o regresando a los sitios donde pasaron su niñez o juventud.  No siento esa añoranza porque además he llegado al punto en que muchas de esas cosas me están regresando sin que quiera.  Es el caso de la moda de los leggins  y los aretes tipo lámparas de comedor, que me hacen sentir por un lado vieja, pero por el otro me dan la oportunidad de volvérmelos a poner ya que el cuerpo todavía aguanta y mis orejas no han crecido lo suficiente como para que los aretes se me junten con el hombro. 

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