… Aunque creía que
abandonar a dos ancianas desamparadas era el peor acto que el Pueblo podía
llevar a cabo, Shruh Zhuu luchaba consigo mismo. Su madre vio como la furia asomaba a sus ojos
y adivinó que estaba a punto de protestar.
Se le acercó rápidamente y le susurró al oído con insistencia que no lo
hiciera, que los hombres estaban lo bastante desesperados como para cometer
cualquier crueldad. Shruh Zhuu observó
las caras sombrías de los hombres, así que se mordió la lengua aunque en su
corazón siguió latiendo la rebeldía.
Por aquel entonces, a los jóvenes se les enseñaba a cuidar
bien sus armas, a veces mejor que de sus seres queridos, porque de ellas
dependería su subsistencia cuando fueran hombres. Si un joven no utilizaba sus armas como era
debido, o las empleaba para un fin distinto al acostumbrado, era castigado con
dureza. A medida que crecían, los
muchachos aprendían el poder de sus armas y el significado que tenían, no sólo
para su propia supervivencia sino para la de todos.
Shruh Zhuu dejó a un lado todo lo aprendido y renunció a su
propia seguridad. Sacó del cinturón su
hacha, fabricada con afilados huesos de animales atados firmemente con babiche
duro, y la colocó sigilosamente en una rama espesa en lo alto de un tupido
abeto joven, oculta a los ojos del Pueblo.
Mientras la madre de Shruh Zhuu hacía un fardo con sus
pertenencias, él se giró hacia su abuela.
Ella parecía no mirarle, pero Shruh Zhuu, cerciorándose de que nadie le
miraba, señaló con el dedo su cinturón vacío y luego el abeto. Una vez más, dirigió a su abuela una mirada
desesperanzada, se volvió con pesar y se fue caminando hacia los otros,
deseando con todas sus fuerzas hacer algo para que terminara aquel día de
pesadilla.
El grupo de gente hambrienta se alejó poco a poco,
abandonando a las dos mujeres, que permanecieron sentadas con la misma
expresión de aturdimiento, sobre una pila de ramas de abeto. La pequeña hoguera reflejaba un suave
resplandor anaranjado en sus rostros curtidos.
Pasó mucho rato antes de que el frío sacara a Ch’idzigyaak de su
estupor. Había visto el gesto desvalido
de su hija pero creía que su única hija hubiera debido defenderla aún a costa
de su propia vida. El corazón de la
anciana se ablandó al pensar en su nieto.
¿Cómo iba a albergar rencor hacia un ser tan joven y cariñoso? Los otros merecían su ira, ¡sobre todo su
hija! ¿No le había enseñado a ser fuerte? Lágrimas ardientes, incontrolables, corrieron
por su rostro.
Justo entonces, Sa’ levantó la cabeza y vio las lágrimas de
su amiga. Su corazón se llenó de
ira. ¿Cómo se habían atrevido? Las
mejillas le ardían por la humillación.
¡Ninguna de las dos estaba cerca de la muerte! ¿No habían cosido y curtido a cambio de lo
que recibían? No tenían que cargarlas de
un campamento a otro. No estaban
desamparadas ni indefensas; sin embargo, las habían condenado a muerte. Su amiga había visto pasar ochenta veranos,
ella, setenta y cinco. Los viejos a
quienes había visto abandonar cuando era joven estaban tan cerca de la muerte
que algunos se habían quedado ciegos y no podían ni andar. Pero allí estaba ella. Aún caminaba, veía, hablaba, y aun así…
¡bah! Los jóvenes de hoy buscaban el
camino más fácil para escapar de las dificultades. Mientras el aire frío apagaba el fuego, Sa’
cobraba vida con un fuego interior más fuerte, como si su espíritu hubiera
absorbido la energía de las brasas,
ahora resplandecientes, de la hoguera.
Se acercó al árbol y recuperó el hacha mientras, con una suave sonrisa,
pensaba en el nieto de su amiga. Con un
suspiro se acercó a su compañera, que aún no se había movido, y miró el cielo
azul. Para sus ojos experimentados, el
azul en esa época de invierno significaba frío;
y a medida que la noche se acercara el frío sería más intenso. Con expresión preocupada, Sa’ se puso de
rodillas junto a su amiga y le habló con voz suave pero firme:
- Amiga mía – Hizo una pausa con la esperanza de que
acudiera en su ayuda la fuerza que no sentía-.
Podemos quedarnos aquí sentadas esperando la muerte. No tendremos que esperar mucho… - Su amiga
levantó la vista con los ojos llenos de pánico y Sa’ añadió de inmediato
-: El momento de abandonar este mundo
no ha llegado para nosotras todavía.
Pero moriremos si permanecemos aquí sentadas esperando. Eso demostraría que ellos tenían razón al
creernos indefensas.
Ch’idzigyaak escuchó aterrorizada. Al ver que su amiga se resignaba
peligrosamente a ese destino impuesto, Sa’ la instó con más energía:
- ¡Sí!, en cierto modo nos han condenado a muerte! Creen que somos demasiado viejas e inútiles.
¡Se olvidan de que también nosotras hemos ganado el derecho a
vivir! Así que, amiga mía, vamos a morir luchando, no
sentadas.
.
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