Del
Libro “Los diez retos” de Leonard Felder…..
Durante nueve veranos me ofrecí para un taller de una
semana en Los Ángeles al que asistían doscientos alumnos de preparatoria. Parte del programa requería que los
africano-estadounidenses, los asiático-estadounidenses, los latinos y los
blancos entablaran diálogos no censurados acerca de sus diferencias raciales y
culturales. Invariablemente, cada verano
las conversaciones empezaban con un tono santurrón y acusatorio, pero
eventualmente surgía en el aula el deseo de algún camino hacia la curación.
Un verano se produjo en el taller un terrible
atolladero entre el grupo de africano-estadounidenses y el de
coreano-estadounidenses. Un miembro del
grupo coreano-estadounidense insistía; “No
sé por qué ustedes se portan con tanta grosería y falta de respeto cuando
entran en la tienda de abarrotes de mi padre. En mi cultura el respeto es muy
importante”. En respuesta, un
miembro del grupo africano-estadounidense dijo:
“¿Por qué debiera yo tratarlos con
respeto? Ustedes me miran como si fuera un animal y les importan un bledo mi
cultura, mis valores, o respetar quien soy”.
La discusión continuó por casi una hora, hasta que uno
de los adolescentes africano-estadounidenses se puso de pie y dijo: “No creo que podamos trabajar juntos a menos
que veamos que todo esto tiene una finalidad más elevada. Y en este momento me pregunto qué significa
que la mayoría de los que estamos en este cuarto, negros y coreanos, seamos
cristianos. No creo que Jesús quisiera
que nos enfrentáramos unos con otros de esta manera”.
Tras unos minutos de examinar distintas ideas, uno de
los miembros del cuerpo docente, una mujer que pertenecía al clero y que
trabajaba jornada parcial, planteó la siguiente sugerencia: “En lugar de denigrarse unos a otros o tratar
de competir en cuanto a quién siente más dolor, me gustaría que pasáramos unos
momentos pensando un poco en lo que quiso decir Jesús con ‘No juzgues, para no ser juzgado’.”
Esos momentos de profunda búsqueda interior disiparon
el atolladero y ambos grupos comenzaron a tratarse mutuamente con mucho más
respeto y curiosidad acerca de quiénes eran como seres humanos. Esto no solucionó todos los conflictos
profundos entre los dos grupos, pero para los adolescentes que se encontraban
en ese cuarto había tenido lugar un importante cambio.
Otro ejemplo de lo difícil e importante que es para la
gente desprenderse de su mojigatería se dio una tarde en mi oficina de terapia,
cuando una madre y su hijo adolescente se esforzaban para hallar una manera de
convivir. Ambos se habían propuesto tan
rígidos y a la defensiva que ninguno de los dos era muy optimista con respecto
a su relación.
En plena sesión, la mamá le preguntó por milésima vez
a su hijo cuándo iba a ordenar su cuarto.
El hijo de 14 años se paró y dijo:
“¡Se acabó! ¡Me voy!” Pero antes de que pudiera marcharse le hice
una propuesta. Le dije que si era capaz
de pasar cinco minutos imaginando ser su madre que entraba en su cuarto y veía
el revoltijo, y luego nos decía qué impresión le causaba, podría abandonar la
sesión.
De modo que el hijo, que era bastante dotado como
actor y tenía una gran imaginación, pasó los siguientes cinco minutos imitando
brillantemente a su mamá, diciéndonos exactamente qué sentía al entrar en su
desordenado cuarto y qué decepcionante era que él no quisiera ordenarlo. Después de los cinco minutos, la mamá lo
aplaudió y el rígido comportamiento del hijo comenzó a ablandarse. Por primera vez había podido comprender la
decepción de su madre, y por primera vez su madre había apreciado y aplaudido
algo con respecto a él. Ese fue el
comienzo de una mejoría en su relación.
Nuevamente, no se resolvieron todas las tensiones y conflictos, pero se
abrió la posibilidad para madre e hijo de verse
mutuamente desde un nuevo punto de vista.
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