jueves, 28 de junio de 2018

Del Libro “Los diez retos” de Leonard Felder…..






Las palabras del Octavo Mandamiento, “No robarás”, al principio parecen referirse nada más a apoderarse de la propiedad de otro.  Sin embargo, las palabras hebreas que figuran en el Éxodo 20 se refieren a algo mucho más complejo que el robo.  Esta antigua enseñanza espiritual muestra claramente cómo podemos actuar con integridad.
La palabra integridad viene de integritas, que en latín significa “estar entero o completo”.  En hebreo, la palabra empleada para expresar totalidad y entereza es shalom, que también significa “paz entre la gente” y “paz en el interior de uno”.  En árabe, la palabra es salaam.  Cualquiera que sea la manera en que tu tradición espiritual denomine a esta sensación de plenitud y paz, tal es la meta de la mayoría de las personas espirituales.  El Octavo Mandamiento nos dirige a la paz interior.
Ahondando
Sin embargo, para comprender la sabiduría de esta útil enseñanza hay que ir más allá de la interpretación común – “No robarás” -  para llegar a su sentido final.   Hay muchas maneras de robar, aparte de acercarse a una tienda, a una casa o una persona y llevarse algo sin pagarlo.
Rashi, sabio francés del siglo XI, y Sansón Rafael Hirsch, alemán del siglo XIX, describen el Octavo Mandamiento como una advertencia contra “robarle la libertad a alguien”.  En la antigüedad esto generalmente significaba secuestrar y vender a alguien como esclavo.  En los tiempos modernos, los ejemplos de robarle a alguien la libertad pueden incluir:  un supervisor que está siempre pegado a uno, es sumamente autoritario, o lo trata a uno como a un sirviente;  un amante posesivo que se pone exigente y dictatorial cuando su pareja pasa un rato con un viejo amigo; un padre, amante o amigo que no quiere que uno tenga tiempo para estar solo; un padre despótico que se niega a dejar que un hijo adulto tome decisiones o tenga una vida independiente.
Además de esta interpretación, muchos eruditos indican que el Octavo Mandamiento es también una advertencia contra el engaño y la manipulación.  Ya en el siglo II, el rabino Ismael sostenía que “el peor ladrón es el que usa el engaño para robar la buena opinión de la gente”.  En el siglo XX, el rabino Nosson Scherman hace una interpretación similar en The Stone Edition Chumash, guía muy consultada del Libro del Éxodo, según el cual, ateniéndose al Octavo Mandamiento: “Conquistar la gratitud o la estima de alguien por medio del engaño es una forma de robo”.
Podría ser un político que miente para robar tu voto, un vendedor o anunciante que falsifica los atributos de un producto para lograr la venta, o un amigo o compañero de trabajo que finge estar de tu parte mientras que secretamente obra en contra tuya; cuando alguien emplea el engaño o la manipulación para traicionar tu confianza, no sólo te lastima en el momento presente, sino que también puede hacer menos probable que confíes o estés abierto a cosas potencialmente buenas en el futuro.
El doctor Lewis Smedes, erudito protestante y profesor de teología y ética en el Seminario Teológico Fuller de Pasadena, California, pone un énfasis similar en el engaño y la confianza traicionada como la enseñanza clave del Octavo Mandamiento: “El mandamiento le hace frente a una cultura moderna que acepta la codicia como un estilo de autoafirmación.  Reconocer la diferencia entre robar y comerciar es un arte perdido.  Todavía sabemos que cuando un vago le arrebata el monedero a una mujer, está robando;  no estamos seguros de si está robando un redactor de anuncios que le saca dinero a la gente con mentiras seductoras.  Sabemos que un ladrón que se lleva el televisor de una familia pobre está robando; no siempre estamos seguros de si una compañía que explota los recursos de una nación pobre está robando”.



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Del Libro “Una vida sin límites” de Nick Vujicic






A menudo en mis discursos muestro mi filosofía sobre el fracaso de la siguiente manera:  me tiro al suelo sobre mi abdomen y continúo hablándole al público en esa posición.  Como no tengo miembros, tal vez piensas que no puedo volver a levantarme solo.  También el público se imagina eso.
Cuando era muy pequeño, mis padres me enseñaron a levantarme de una posición horizontal.  Ponían almohadas abajo y me convencían de que me apoyara en ellas.  Pero yo tenía que hacerlo a mi modo, la forma difícil, por supuesto.  En lugar de usar las almohadas, me arrastraba hasta una pared, silla o sillón, apoyaba mi frente sobre alguno de estos muebles para equilibrarme y luego me iba levantando pulgada por pulgada.  No es muy elegante,  ¿verdad? Pero, ¿qué se siente mejor?,  ¿levantarse o quedarse tirado?  Eso sucede porque no fuiste diseñado para arrastrarte por el suelo, fuiste creado para levantarte una y otra y otra vez, hasta liberar todo tu potencial.
Al mostrar en mis pláticas el método para levantarme, de vez en cuando tengo algún problema técnico.  Por lo general hablo desde una plataforma elevada, un proscenio, incluso un escritorio o mesa si estamos en un salón de clases.  Una vez, en una escuela, me caí de la mesa antes de poder darme cuenta de que alguien, con muy buenas intenciones, había encerado la superficie antes de mi discurso.  Estaba más resbalosa que una pista olímpica de hielo.  Traté de limpiar una sección de la mesa para poder asirme, pero no tuve suerte.  Fue un poco embarazoso cuando tuve que interrumpir la lección y pedir ayuda:  “¿Podría alguien echarme una mano?”
En otra ocasión, estaba hablando en un evento de caridad en Houston ante un público muy nutrido y distinguido.  Ahí estaban Jeb Bush, ex gobernador de Florida, y su esposa, Columba.  Cuando me prepara para hablar de la importancia de no rendirse nunca, me dejé caer sobre mi panza como de costumbre.  La multitud se quedó en silencio, también como de costumbre.
“Todos fracasamos de vez en cuando”, dije.  “Pero fracasar es como tropezarse: tienes que seguir poniéndote de pie y aferrarte a tus sueños”.
El público realmente estaba muy involucrado, pero, antes de que yo pudiera siquiera demostrar que tenía la capacidad de levantarme de nuevo, salió una mujer apresurándose desde el fondo de la sala.
“A ver, déjame ayudarte”, dijo.
“Pero no necesito ayuda”, susurré entre dientes.
“Esto es parte del discurso”.
“No seas tonto.  Déjame ayudarte”, insistió.
“Señora, por favor.  En verdad no necesito su ayuda, estoy tratando de demostrar algo”.
“Bueno, entonces, si estás seguro de eso, cariño”, me dijo antes de volver a su asiento.
Creo que, cuando la vieron sentarse de nuevo, las personas del público se sintieron casi tan aliviadas como cuando vieron que yo me levantaba otra vez.  A veces, la gente se pone muy emotiva cuando se dan cuenta de que me basta con poner la frente en el suelo.
La gente se identifica con mi batalla porque todos batallamos.  También te puedes sentir identificado cuando tienes planes y te estrellas con un muro o cuando llegan muy malos tiempos.
Tus problemas y tribulaciones son parte de la vida que compartes con toda la humanidad.
Incluso cuando ya has creado un sentido del propósito en tu vida, cuando sigues confiando en las posibilidades, cuando tienes fe en el futuro y aceptas tu valor, cuando mantienes una actitud positiva y te niegas a que los miedos te detengan, seguirás tropezándote con obstáculos y desilusiones.  Pero nunca debes pensar que el fracaso es una etapa final, nunca debes equipararlo con la muerte porque, la realidad es que, en cada batalla, tú estás viviendo la vida.  Estás ahí en el juego, los desafíos que enfrentamos nos pueden ayudar a ser más fuertes y a prepararnos mejor para el éxito.

LAS  LECCIONES  DE  PERDER
Debes tratar de considerar que tus fracasos, en realidad, son regalos porque casi siempre te están preparando para el gran momento del éxito.  Entonces, ¿cuáles son los beneficios que se derivan de un contratiempo o una derrota?  A mí se me ocurren por lo menos cuatro valiosas lecciones que aprendemos a través del fracaso.
Es un gran maestro.
Construye el carácter.
Te motiva.
Te ayuda a valorar el éxito.


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sábado, 16 de junio de 2018

Del Libro “Francesco decide volver a nacer” de Yohana García






Grano de mostaza 

Había una vez un hombre que se quejaba porque decía que él tenía mala suerte, a diferencia de las demás personas.
Se quejaba de tener demasiados problemas, y entonces fue a consultar a un sabio.  Le pidió que le diera una solución para ya no tener problemas.  El sabio, que era muy sabio, le dijo que fuera al pueblo y preguntara casa por casa si había alguien que no tuviera problemas, y que además tuviera un grano de mostaza para darle.  Le dijo que el grano de mostaza de la persona sin problemas resolvería los de él. 
El hombre se fue muy entusiasmado, en busca de la persona sin problemas que tuviera un grano de mostaza que darle.  Golpeó una puerta y otra preguntando, pero en todas las casas lo que hacían era contarle los problemas que tenían.
Así acabó por comprender que su situación no era en nada diferente de la del resto de las personas, y hasta empezó a interesarse por ayudar a resolver los problemas que escuchaba de los demás.  Eso fue lo que efectivamente le ayudó a poner sus propios problemas en perspectiva, y a darse cuenta de que eran mucho menores de lo que pensaba.
El sabio ni siquiera lo esperó, porque sabía que nunca encontraría una persona sin problemas.



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