Según los relatos de las personas entrevistadas que compilé,
la muerte ocurre en varias fases distintas.
Según los relatos, en esta fase se encontraban en
presencia de la Fuente Suprema. Algunos
la llamaban Dios, otros decían que simplemente sabían que estaban rodeados por
todo el conocimiento que existe, pasado, presente y futuro, un conocimiento sin
juicios, solamente amoroso. Aquellos que
se materializaban en esta fase ya no necesitaban su forma etérea, se convertían
en energía espiritual, la forma que adoptan los seres humanos entre una vida y
otra y cuando han completado su destino. Experimentaban la unicidad, la totalidad o
integración de la existencia.
En ese estado la persona hacía una revisión de su vida, un
proceso en el que veía todos los actos, palabras y pensamientos de su
existencia. Se le hacía comprender los
motivos de todos sus pensamientos, decisiones y actos y veía de qué modo éstos
habían afectado a otras personas, incluso a desconocidos; veía cómo podría haber sido su vida, toda la
capacidad en potencia que poseía. Se le
hacía ver que las vidas de todas las personas están interrelacionadas,
entrelazadas, que todo pensamiento o acto tiene repercusiones en todos los
demás seres vivos del planeta, a modo de reacción en cadena.
Mi interpretación fue que esto sería el cielo o el infierno,
o tal vez ambos.
El mayor regalo que hizo Dios al hombre es el libre
albedrío. Pero esta libertad exige
responsabilidad, la responsabilidad de elegir lo correcto, lo mejor, lo más
considerado y respetuoso, de tomar decisiones que beneficien al mundo, que
mejoren la humanidad. En esta fase se
les preguntaba a las personas: “¿Qué servicio has prestado?” Esa era la pregunta más difícil de
contestar; les exigía repasar las
elecciones y decisiones que habían tomado en la vida para ver si habían sido
las mejores. Ahí descubrían si habían
aprendido o no las lecciones que debían aprender, de las cuales la principal y
definitiva es el amor incondicional.
La conclusión básica que saqué de todo esto, y que no ha
cambiado, es que todos los seres humanos, al margen de nuestra nacionalidad,
riqueza o pobreza, tenemos necesidades, deseos y preocupaciones similares. En realidad, nunca he conocido a nadie cuya
mayor necesidad no sea el amor.
El verdadero amor incondicional.
Este se puede encontrar en el matrimonio o en un simple acto
de amabilidad hacia alguien que necesita ayuda.
No hay forma de confundir el amor, se siente en el corazón; es la fibra común de la vida, la llama que
nos calienta el alma, que da energía a nuestro espíritu y da pasión a nuestra
vida. Es nuestra conexión con Dios y
con los demás.
Toda persona pasa por dificultades en su vida. Alguna son
grandes y otras no parecen tan importantes.
Pero son las lecciones que hemos de aprender. Eso lo hacemos eligiendo. Yo digo que para llevar una buena vida y así
tener una buena muerte, hemos de tomar nuestras decisiones teniendo por
objetivo el amor incondicional y preguntándonos: “¿Qué servicio voy a prestar con esto?”
Dios nos ha dado la libertad de elegir; la libertad de
desarrollarnos, crecer y amar.
La vida es una responsabilidad. Yo tuve que decidir si orientaba o no a una
mujer moribunda que no podía pagar ese servicio. Tomé la decisión basándome en
que lo que sentía en mi corazón era lo correcto, aunque me costara el
puesto. Esa opción era la buena para
mí. Habría otras opciones, la vida está
llena de ellas.
En definitiva, cada
persona elige si sale de la dificultad aplastada o perfeccionada.