¿Dónde están los menús para las cuarentonas? No hay derecho a que los restaurantes
pretendan que a mi edad yo pueda leer esas letras minúsculas y encima a la luz
tenue de una lámpara. Cualquier toque
romántico que puedan tener las velas o la media luz se convierten en un
suplicio. Si osé llegar al restaurante
con un nuevo galán sintiéndome la más sexy
y atractiva del pueblo, en el instante en que me entregan el menú, me bajaré de
la nube para recordar que ya no estoy en edad de leerlo y mucho menos para citas
de amor. Desinfle total porque el
término Blind Date, cita a ciegas,
que usan los americanos para describir una cita con alguien que uno no conoce,
en los cuarenta se convierte en un asunto generalizado. Independientemente de que se conozca al galán
o no a la hora de pedir la comida todas las citas son casi a ciegas.
Debo admitir que en los inicios de la presbicia, cuando
todavía no había entrado en la etapa de aceptación de las recién adquiridas
miserias de la edad, me convertía en la mujer ideal, dócil y complaciente. Al menos esa era la imagen que daba cuando
después de echarle un ojo al menú y darme cuenta de que si quería comer, los
ojos no se me iban a llenar primero que la barriga, dulcemente le pedía al
galán que eligiera por mí. Al fin y al
cabo, en esas primeras citas siempre se termina yendo al restaurante que ellos
eligen, por lo que me quedaba divino decirle que ya que él conocía el sitio decidiera por los dos.
Cuando me cansé, no sólo de tanta sumisión sino de comer lo
que no quería o limitarme a los especiales del día por aquello de que el oído
si me funciona todavía y esos normalmente los recitan, llegó el descaro
total. Me compré las gafitas y antes de
sacarlas en un restaurante siempre defiendo mis derechos de cuarentona haciéndole
saber al mesero que es una falta de consideración con las de mi edad
restregarnos en la cara a punta de menús que somos una viejas. Eso sí, la presbicia me ha convertido en una
mujer generosa en las propinas y desprendida con las cuentas. Como no veo los números ya ni me tomo el
trabajo de revisar. Me limito a decirle
al mesero que le sume el quince por ciento y a estampar mi firma en el lugar que me dicen en un acto de fe
matemático.
Y si los restaurantes no son considerados, los almacenes,
los supermercados y fabricantes de medicinas como que no tienen cuarentones
trabajando para ellos. Aparentemente
viven en un mundo en que la visión es de 20/20 para todos. Ya no puedo ir de compras ni de arroz, ni de
ropa, sin las gafas. No veo los precios,
confundo el seis con el ocho, no sé qué ingredientes incluyen las cajas o las
latas, y me niego a comprar ciegamente.
Y es que me puedo pasar horas intentando abrir el pinche frasco de
medicina porque como no alcanzo a leer las instrucciones no sé ni cómo abrirlas
y mucho menos cómo tomarlas. Las gafas
de la presbicia se han convertido en el equivalente del bastón para el ciego y
en mi casa ya hasta parecen adornos que se multiplican en mi mesa de noche, por
aquello de leer, al lado de mi computadora por aquello de escribir, cerca de la
estufa, porque es la única forma de que los espaguetis queden al dente, al lado
del teléfono porque de nada me sirve el identificador de llamadas, de vital
importancia para saber quién llama si no alcanzo a ver los números, en el baño
para no salir maquillada como payaso, para que en la depilada de las cejas no
se me vaya la mano, y porque el resto de las depiladas ya sea de axilas o
piernas sin gafas me pueden convertir a plena luz del día en material perfecto
para un buen taco de chicharrón.
.
No hay comentarios:
Publicar un comentario