viernes, 18 de marzo de 2011

Del Libro “PERDONDAR” de Robin Casarjian

Historia de Terry


Un maravilloso ejemplo de cómo una persona elige considerar la rabia como una súplica de amor y respeto es esta historia real titulada Una palabra amable desvanece la ira, que nos narra Terry Dobson:

Fue una experiencia decisiva en mi vida la que me ocurrió un día en que viajaba en un tren de las afueras de Tokio. Era una lánguida tarde de primavera y el tren iba prácticamente vacío: Unas cuantas amas de casa que iban de compras con sus hijos, algunos ancianos, un par de camareros ocupados en mirar la lista de las carreras… Yo contemplaba distraído las grises y tristes casas y los polvorientos setos mientras el viejo y desvencijado tren traqueteaba con un ruido monótono sobre los rieles.

En una pequeña y dormida estación se abrieron las puertas y la modorra de la tarde fue alterada por un hombre que gritaba a voz en cuello. Una sarta de violentas y fuertes maldiciones llenó el aire. En el momento en que se cerraban las puertas, el hombre entró tambaleándose en nuestro vagón, aún chillando. Era corpulento, un obrero japonés, bebido y extremadamente sucio. Sus ojos eran dos manchas de sangre, rojos como el neón; su rostro enfurecido reflejaba odio y rabia. Chillando de manera ininteligible, lanzó un manotazo a la primera persona que vio, que era una mujer que llevaba un bebé en brazos. El golpe le pasó rozando el hombro, pero la hizo girar hacia atrás y fue a caer en las rodillas de una pareja de ancianos. Por milagro el bebé no sufrió ningún daño. Los ancianos se levantaron de un salto y se alejaron hacia el otro extremo del vagón. El obrero lanzó un puntapié hacia la espalda de la abuela que se alejaba.
- ¡Vieja puta! – masculló -. Toma una patada en el culo.
Erró el golpe y la anciana se escabulló rápidamente hasta un lugar seguro fuera de su alcance. Fuera de si de rabia, el borracho se cogió al poste metálico del centro del vagón y trató de arrancarlo violentamente de su puntal. El tren continuaba su traqueteo, y los pasajeros estaban paralizados de miedo. Me puse de pie.
Por entonces yo era joven y estaba en muy buena forma, con mi 1.83 de estatura, mis 100 kilos y mi tercer año de 8 horas diarias de práctica de aikido. Estaba totalmente inmerso en el aikido. Vivía para practicarlo. Me gustaban especialmente los ejercicios más duros. Yo pensaba que era fuerte. El problema era que mi pericia aún no se había puesto a prueba en una pelea auténtica. Teníamos estrictamente prohibido usar las técnicas de aikido en público, a no ser en caso de que una necesidad absoluta lo requiriera para proteger a otras personas. Cada mañana mi profesor, el fundador del aikido, nos repetía que el aikido no era violento. “El aikido es el arte de la reconciliación”, nos decía una y otra vez. “Emplearlo para satisfacer al ego, para dominar a otras personas, es una total traición al objetivo por el cual se practica. Nuestra misión es resolver conflictos, no crearlos”. Yo escuchaba sus palabras, por supuesto, e incluso había llegado a cambiar de acera unas cuantas veces para evitar a los grupos de gamberros que ganduleaban por la calle, los cuales me habrían ofrecido una buena oportunidad de probar mi pericia en una reyerta. Sin embargo, soñaba despierto con verme en una situación en la que legítimamente pudiera defender al inocente cargándome al culpable. Y esa era la ocasión que se me presentaba en ese momento. Me inundó la alegría. Mis plegarias habían sido escuchadas. “Este patán, este animal – pensé -, es un borracho, un miserable, un violento. Es una amenaza para el orden público, y va a hacer daño a alguien si no me encargo de él. La necesidad es real. Mi semáforo ético está en verde.”
Al ver que me ponía de pie, el borracho me lanzó una legañosa mirada de inspección.
- ¡ajá! – rugió -. Con que un idiota extranjero peludo necesita una buena lección de modales japoneses.
Yo continué cogido a la correa que colgaba sobre mi cabeza como para mantener el equilibrio, aparentando indiferencia. Le lancé una larga e insolente mirada de desprecio, que penetró en su alcoholizado cerebro como una brasa en arena mojada. Le daría una paliza a ese patoso. Era corpulento y fortachón, pero estaba borracho. Yo también era corpulento, y estaba sobrio y bien entrenado.
- ¿Quieres una lección, imbécil? – bramó.
Sin decir palabra le devolví una fría mirada. El se dispuso a lanzarse al ataque. Jamás sabría qué lo había golpeado.
Una fracción de segundo antes de que se lanzara contra mi, otra persona gritó:
- ¡Eh!
Fue un grito alto y agudo, como para romper los tímpanos, pero recuerdo que había en él algo de alegría, de agradable armonía, como cuando vas con un amigo buscando algo atentamente y de pronto él se tropieza con lo que buscabais.
Yo me giré hacia la izquierda y el borracho hacia su derecha y los dos nos quedamos mirando a un anciano menudo. Tendría unos setenta y tantos años el diminuto caballero, inmaculado con su quimono y su hakama (falda pantalón). A mi no me miró siquiera, sino que sonrió alegremente al obrero, como si tuviera un secreto importantísimo y agradable que comunicarle.
- Ven aquí – le dijo al borracho en lenguaje vulgar invitándolo con un gesto-. Ven a charlar conmigo.
Agitó levemente la mano y el hombretón lo siguió como tirado por una cuerda. El borracho parecía confundido pero no había abandonado su actitud beligerante. Se plantó ante el anciano y se inclinó amenazadoramente sobre él.
- ¿Qué coño quieres, viejo puerco? – rugió acallando el traqueteo del tren.
En ese momento el borracho me daba la espalda. Le observé los codos; tenía los brazos medio doblados como dispuestos a lanzar un puñetazo. Si los movía un milímetro, yo lo tumbaría en el acto.
El anciano continuaba sonriéndole. No había en su rostro ni el más leve asomo de temor o de resentimiento.
- ¿Qué has estado bebiendo? – le preguntó en tono simpático, con los ojos brillantes de interés.
- Estuve bebiendo sake, que el diablo se lleve tus sucios ojos – exclamó el obrero en voz alta -. ¿Y a ti qué mierda te importa?
- Ah, pero qué fantástico - exclamó encantado el anciano -, ¡absolutamente maravilloso! Verás, es que a mí me encanta el sake. Todas las noches, junto con mi mujer, que tiene setenta y seis ¿sabes? Nos calentamos una botella de sake, la llevamos al jardín y nos sentamos en el viejo banco que le hizo su alumno a mi abuelo. Contemplamos la puesta de sol y observamos cómo está nuestro árbol. Mi bisabuelo plantó ese árbol, ¿sabes?, y nos preocupa si se va a recuperar de las tormentas de hielo del invierno pasado. A los caquis no les va nada bien las tormentas de hielo, aunque he de decir que el nuestro está bastante mejor de lo que yo esperaba, sobre todo si tomamos en cuenta la mala calidad de la tierra. Pero, en todo caso, cogemos nuestra jarrita de sake y salimos a disfrutar del atardecer junto a nuestro árbol. ¡Aunque esté lloviendo!
El anciano sonrió al obrero con los ojos brillantes, feliz de darle esa maravillosa información.
En su esfuerzo por seguir la intrincada conversación del anciano, el borracho había comenzado a suavizar su expresión. Lentamente fue relajando los puños.
- Sí – dijo cuando el anciano hubo terminado -, a mí también me gusta el sake…. – acabó con un hilo de voz.
- Sí – dijo sonriendo el anciano -. Seguro que tienes una mujer maravillosa.
- No – contestó el obrero moviendo tristemente la cabeza -. No tengo mujer. Bajó la cabeza y se balanceó con lentitud siguiendo el movimiento del tren. Entonces, con una sorprendente mansedumbre, el corpulento hombre comenzó a sollozar -. No tengo mujer – gimió rítmicamente -, no tengo casa, no tengo ropa, no tengo herramientas, no tengo dinero y no tengo ni un lugar para dormir. Me avergüenzo tanto de mí mismo….
Las lágrimas se deslizaban por las mejillas del inmenso hombretón, el cuerpo se le estremeció en un espasmo de absoluta desesperación. Por encima de la rejilla para el equipaje, un anuncio proclamaba las virtudes de la lujosa vida en las afueras. La ironía era demasiado grande para soportarla. De pronto me sentí avergonzado. Me sentí más sucio con mis ropas limpias y mi justiciero deseo de construir un mundo seguro para la democracia de lo que jamás estaría ese obrero.
- Caramba, caramba – cloqueó compasivo el anciano, con su alegría algo disminuida -, esa es una situación de veras muy difícil. Ven, siéntate a mi lado y me lo cuentas.
En ese momento el tren llegaba a la estación donde tenía que bajarme. El andén estaba atiborrado y la multitud llenó el vagón tan pronto como se abrieron las puertas. Abriéndome paso para salir, volví la cabeza para dar una última mirada. El obrero estaba echado como un saco en el asiento con la cabeza apoyada en las rodillas del anciano, que lo miraba tiernamente, con una expresión en los ojos que era una mezcla de alegría y compasión, y con una mano le acariciaba lentamente la sucia y enmarañada cabeza.

Cuando el tren se alejó de la estación, me quedó sentado en un banco y traté de revivir la experiencia. Vi que lo que yo había estado dispuesto a realizar a la fuerza de huesos y músculos, se había efectuado con una sonrisa y unas cuantas palabras amables. Comprendí que había visto el aikido en acción y que su esencia era la reconciliación, tal como nos decía su fundador. Me sentí estúpido, bruto y asqueroso. Me di cuenta de que tendría que practicar con un espíritu totalmente diferente, de que aún me faltaba mucho tiempo para poder hablar del aikido o de la resolución de conflictos con conocimiento.

La historia de Terry nos muestra de una manera muy conmovedora la verdad básica de que las personas no maltratan ni agreden a otras, ni tratan de dominar, a no ser que se sientan descontroladas, desvalidas e impotentes. Comprender la dinámica psicológica que subyace en el comportamiento agresivo no significa que todos debamos reaccionar de la misma forma que eligió el anciano de la historia de Dobson. Uno puede escuchar la petición de auxilio que se esconde bajo los gritos y desvaríos de otra persona y elegir defenderse, marcharse, imponer ciertas exigencias que habrían de cumplirse para continuar la relación, etc. Si yo hubiera ido en ese tren de la historia de Dobson y hubiera sido capaz de reconocer el dolor del obrero y su petición de ayuda, probablemente ni aún así lo habría invitado a sentarse a mi lado ni habría intentado entablar una conversación con él. Con toda probabilidad habría buscado la puerta de salida más cercana. El perdón no está en lo que hacemos sino en la manera como percibimos a las personas y circunstancias. Es un modo distinto de mirar lo que se está haciendo y lo que se ha hecho. Independientemente de lo que eligiera hacer, el hecho de considerar su conducta como una expresión de temor y una petición de amor y respeto me habría permitido adoptar una actitud que no contribuyera a aumentar el temor y, en consecuencia, que hiciera más probable una respuesta verdaderamente útil.
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